miércoles, 30 de junio de 2010


ESTETICA DEL JUEGO

En La actualidad de lo bello, Gadamer analiza la segunda característica de la actividad lúdica: "el juego no conoce propiamente la distancia entre el que juega y el que mira el juego. El espectador es, claramente, algo más que un mero observador que contempla lo que ocurre ante él; en tanto que participa en el juego, es parte de él." (p.69). Y desde esta perspectiva, se convierte en un hacer comunicativo.

Lo que implica el aproximarse a la obra con una visión dinámica, en tanto es entendida "como proceso de construcción y reconstrucción continuas" (p.20), en el cual el espectador actua como co-jugador, forma parte del juego porque la obra, (producto de este juego) deja siempre un espacio que hay que rellenar; proceso, además, nunca acabado.

Acudiendo a la semiótica de la recepción encontramos un concepto propuesto por Umberto Eco sobre esta premisa participativa: la "cooperación textual" o cooperación del lector como condición de la actualización del texto: el autor, "deberá prever un Lector Modelo capaz de cooperar en la actualización textual de la manera prevista por él y de moverse interpretativamente, igual que él se ha movido genenrativamente."(Lector in fabula, 80)

Si bien los planteamientos de Barthes difieren de la hermenéutica y de la estética de la recepción, en tanto defienden un "ahistoricismo" en la producción y en la recepción discursiva , están indudablemente en la posición crítica que defiende la posición activa del lector y que constituye, desde la teoría literaria, el antecedente más importante en la consolidación de una estética de la interactividad, es decir, de una estética del juego.

El "libro-juego", no permite espectadores sino jugadores porque sólo quien juega hace posible la realización del juego. En este sentido, la obra obedece a una estética que exige la cooperación activa del receptor en la construcción -no desciframiento- del sentido. Las funciones creadoras y receptoras se modifican y se unifican. Las dos producciones de sentido no se pueden separar: el autor, como diseñador consciente de las estructuras textuales, propone una serie de estrategias que invitan al lector al jugar, a participar activamente en la actualización de la obra; el lector, como jugador, no puede situarse al margen como espectador pasivo. Sin su actuación la obra -el juego, la fiesta- no se realiza.

martes, 29 de junio de 2010

El tipo de las rayas


"El arte de cualquier tipo es exclusivamente político. Lo que se necesita es analizar los limites dentro de los cuales el arte existe y lucha. Aunque la ideología dominante y sus artistas asociados intentan por todos los medios camuflarlos, y auqnue todavía es demasiado temprano -no existen aún las condiciones- para eliminarlos- ha llegado el momento de desvelarlos." 



Daniel Buren

lunes, 28 de junio de 2010

Claude Cahun

Fotografa y escritora, cuyo verdadero nombre fue, Lucy Schwob, nació en Nantes en 1894, en el seno de una familia de intelectuales judíos de la alta burguesía. Su padre, Maurice Schwob era director del periódico “Le Phare de la Loire” y su tío Maurice, vinculado al simbolismo y amigo de Oscar Wilde, uno de los fundadores del “Mercure de France”.
Cursó estudios en Oxford entre 1907 y 1908 y posteriormente, en 1914, Filosofía y Letras en la Universidad de la Sorbonne, en París, ciudad en la que se instaló a partir de 1920.

Mujeres, como las escritoras Colette, Gertrude Stein, Djuna Barnes, Renée Vivien, las fotógrafas Berenice Abbot y Gisele Freund, las pintoras Marie Laurencin y Romaine Brooks, las editoras y libreras Sylvia Beach y Adrienne Monnier, entre otras que junto a artistas masculinos como Marcel Duchamp, André Breton, Georges Bataille, Francis Picabía, etc conformaron el círculo donde Claude Cahun se nutrió de lo más selecto de la intelectualidad del momento y donde igualmente dejó su impronta.
Fascinada por la interpretación participó en el teatro de vanguardia de París, en la compañía “Le Plateau”, representando indistintamente papeles femeninos y masculinos.
En 1925 publicó "Heroínas" siete relatos cortos e irónicos memoria de las “moralidades legendarias”, Eva, la demasiado crédula, Dalila, la mujer entre las mujeres, Judith, la sádica, Helena, la rebelde, Safo la incomprendida, Salomé, la escéptica… En 1930 con “Confesiones no confesadas”, libro inclasificable de “poemas-ensayos” o “ensayos-poemas”, ilustrados con diez fotomontajes, indaga en la androginia, la máscara y el espejo.


Años más tarde, se adhiere a la Asociación de Escritores y Artistas Revolucionari@s, de tendencia comunista. Participa en la fundación de la revista “Contre-Attaque” con Georges Bataille y André Breton, donde firma manifiestos “Contra el fascismo pero también contra el imperialismo francés”, denuncia el golpe de estado franquista y la pasividad del gobierno del Frente Popular Francés. Sin embargo, junto con sus promotores, termina por abandonar dicho grupo, reafirmándose en la idea de que la lucha contra el fascismo debía continuarse mediante las “tradiciones revolucionarias del movimiento obrero internacional aunque ello no significó una ruptura con los surrealistas ya que se adhirió posteriormente a la Federación Internacional por un Arte Revolucionario Independiente, organización fundada por Trotsky y por el propio Breton.
En 1944 a ser arrestada y condenada a muerte por la Gestapo, condena de la que se libró al ser liberada la isla poco antes de que la sentencia fuera ejecutada.
El ser dada por muerta en el campo de concentración, unido a la desaparición de gran parte de su trabajo fotográfico, conllevó el desconocimiento y el olvido, no siendo hasta los años noventa cuando su obra es redescubierta.





"Mi opinión sobre la homosexualidad y los homosexuales es exactamente la misma que mi opinión sobre la heterosexualidad y los heterosexuales."


Claude Cahun, L'Amitié, 1925.



1954 Muere Claude Cahun, nace Cindy Sherman.




Anti corpi cilindrici, 2006
Tomás Maldonado 

El despertar de la criada,1887
Eduardo Sivori

domingo, 27 de junio de 2010

El MITO DE BABEL

Torre de Babel (1563), Peter Brueghel.

 "Tenía entocnes la tierra una sola lengua y unas mismas palabras. 
Y acontenció que cuando salieron de oriente, hallaron una llanura en la tierra de Sinar y se establecieron allí.  Y se dijieron unos a otros: Vamos, hagamos ladrillo y cozámoslo con fuego. Y les sirvió el ladrillo en lugar de piedra, y el asfalto en lugar de mezcla. 
Y dijieron: Vamos edifiquémonos una ciudad  y una torre, cuya cúspide llegue al cielo, y hagamonos así un nombre, por si fuéremos espacirdos sobre la faz de la Tierra.
Y descendió Jehová para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres.
Y dijo Jehová: He aquí el pueblo es uno, y todos éstos tiene un sólo lenguaje; y han comenzadola obra, y nada les hará desistir ahora de lo que han pensando hacer.
Ahora , pues descendamos, y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero.
Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra,  dejaron de edificar la ciudad.
Por esto fue llamada el nombre de ella Babel, porque allí confundió Jehová el lenguaje de toda la tierra, y desde allí los esparció sobre la faz de la tierra."

Génesis 11: 1-9 Biblia versión Reina-Valera, 1960.



 


Pequeños Testigos


Testículo, viene del latín testiculus, palabra compuesta por testis (testigo) y el sujijo culus, que es usado como diminutivo.



jueves, 24 de junio de 2010

Estudios Visuales

Por Marta Cabrera, Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá-Colombia)

Estudios visuales es campo interdisciplinar-o incluso indisciplinar, es decir, situado en un espacio caótico entre las fronteras disciplinares (Mitchell, 1995) y compuesto por dos elementos interrelacionados. En primera instancia, la visualidad – la construcción visual de lo social (no solo la construcción social de la visión) (Mitchell 2003, 39) o, en palabras de Hal Foster, “cómo vemos, se nos posibilita o hace ver y cómo vemos este ver o no ver” (1988, ix). Esta noción contiene el análisis de los fenómenos de visión, los dispositivos de la imagen y el comportamiento de la mirada en la vida cotidiana (Richard 2007, 96).
En segunda instancia, los estudios visuales comprenden el campo expandido de las imágenes en sus más variadas formas de tecnologización, mediatización y socialización e incluyendo procedencias diversas: arte, publicidad, diseño, cine, televisión, video, etc. (Richard, 96). En tanto campo, la cultura visual (el objeto de estudio de los estudios visuales, Mitchell 2003) es informada por la noción de que los artefactos y su percepción están atados contextualmente por consideraciones históricas, sociales y políticas. Se reconoce igualmente que los artefactos visuales existen en relación a otros códigos semióticos y apelan a modos sensoriales distintos a la vista, como el lenguaje, el sonido, la música, la gestualidad, etc. (Mirzoeff 1998).


Los estudios visuales se relacionan con el “giro cultural” de la década de los 80, entendido como un cambio de paradigma en las humanidades y las ciencias sociales y construido en torno a una noción de cultura como “un proceso, una serie de prácticas (…) relacionadas con la producción y circulación de significado” (Hall 1997, 2). El giro cultural aportó al estudio de las imágenes una reflexión sobre la forma como éstas son atravesadas por interrelaciones complejas de poder y conocimiento de forma que el análisis de las prácticas de representación se apoyó en nociones tales como estructura, ideología y posición de sujeto (Dikovitskaya, 48) – es de esta manera como desde sus inicios los estudios visuales se entreveran con la teoría crítica y los estudios culturales.
Bajo esta misma perspectiva, el arte comenzó a tratarse como un sistema discursivo específico productor, en el periodo moderno, de la categoría de “obra de arte” como repositorio de ciertos valores (trabajo creativo, no instrumental) que habían sido suprimidos en la cultura dominante de la producción masiva (Dikovitskaya, 49). Esta apertura introdujo, de una parte, cambios en la historia del arte (la llamada “nueva historia del arte”, animada por la semiótica, el sicoanálisis y la teoría crítica) y contribuyó, de otra parte, a dirigir las preguntas fuera del ámbito del arte y hacia un nuevo espacio, plagado de artefactos visuales heterogéneos, que empezó a denominarse “estudios visuales” o “estudios de la cultura visual”.
En efecto, para WTJ Mitchell, la emergencia de este nuevo campo implicaba un “giro pictórico” que permea una variedad de disciplinas al punto de requerir de “conversaciones entre historiadores del arte, académicos del cine, tecnólogos de la óptica y teóricos, fenomenólogos, sicoanalistas y antropólogos” (1995, 540-41) para poder dar cuenta de la visualidad vernácula o cotidiana. Los estudios visuales tenían además la virtud de poderse distanciar del textualismo asociado al estructuralismo y posestructuralismo de las décadas de los 70 y 80 para acercarse a las prácticas, las instituciones, así como al universo sensorial.

Para Nicholas Mirzoeff, la cultura visual tiene su origen en el ocularcentrismo posmoderno, donde se interactúa de manera creciente con experiencias construidas visualmente al tiempo que el vínculo moderno entre ver y saber se ha deteriorado notoriamente. La cultura visual implicaría entonces un acercamiento al consumidor de imágenes (más que al productor) y en esta misma línea, se concentraría en aquellos eventos en los cuales éste busca “información, significado o placer… en interfase con la tecnología visual” (1998, 3), lo cual incluye artefactos diseñados para ver o ser vistos – artefactos artísticos, cine, Internet, etc.

Sintomático del desconcierto que producía la proliferación de programas académicos (particularmente en el mundo anglosajón) llamados “estudios visuales”, es el “Cuestionario sobre cultura visual” publicado por la revista October en 1996. En éste, los críticos Rosalind Krauss y Hal Foster formulaban cuatro preguntas, en forma de afirmaciones generales, acerca del carácter interdisciplinario del campo y su apertura hacia la “imagen” a un número de historiadores del arte, teóricos de cine, críticos literarios y culturales. El cuestionario sugería que la cultura visual se había organizado según un modelo antropológico resultando en una oposición entre ésta y la historia del arte y advertían además que los estudios visuales producían “sujetos para la nueva fase del capitalismo globalizado” (2003, 83). La preocupación parte de la aparente desaparición de la “reserva crítica” de la historia del arte, la cual le permitiría tomar distancia “frente a la economía política del signo-mercancía que prolifera a través de la cultura de las imágenes” (Richard 96). Esta noción de los estudios visuales como peligro, pérdida o contaminación fue contestada, por su parte, en un número de trabajos académicos.
Matthew Rampley (2005) afirma que los estudios visuales no significan necesariamente la muerte de la historia del arte al tratarse no de una nueva disciplina, sino más bien de una serie de intervenciones estratégicas situadas dentro de las disciplinas existentes. WTJ Mitchell admite que los estudios visuales surgen como un “suplemento peligroso” (2003) que complementa y desplaza simultáneamente a una disciplina establecida como la historia del arte. Irit Rogoff comparte esta visión al afirmar que los estudios visuales cuestiona los métodos convencionales de la historia del arte y les ofrece en cambio “una comprensión de un conocimiento en-corporado, de significados en disputa, visibilizar posiciones de sujeto en una cultura, así como el rol de la visión en la formación de estructuras de deseo” (1996, 189-90).
Contra el temor a la contaminación o la pérdida de especialización derivadas de la emergencia de campos interdisciplinares como los estudios visuales, surgen interrogantes alternos acerca de cómo repolitizar la mirada, cómo romper la supuesta unidimensionalidad de la imagen en el ámbito posmoderno (Richard 2007, 103). Si bien la agenda crítica de Nelly Richard se refiere exclusivamente al arte, el rango de los estudios visuales es ampliable a espacios que den cuenta de un amplio rango de fenómenos visuales: actos de ver, producción, circulación y consumo de imágenes, dinámicas sociales y políticas de visibilización e invisibilización. La clave aquí sería revelar las dinámicas presentes en esos fenómenos, reconocer el lugar del observador y sus agendas críticas con el fin de abrir las posibilidades de intervención desde y sobre la imagen - desde y sobre el observador.


Bibliografía.

“Cuestionario sobre la cultura visual”, Estudios Visuales, no. 1, 2003, p. 82.


  Dikovitskaya, Margaret 2006 Visual culture. The Study of the Visual after the Cultural Turn, MIT Press.

  Foster, Hal (ed.) 1988 Vision and Visuality. Seattle: Bay Press.

 Hall, Stuart, 1997 “Introduction” en Hall, S. ed. Representation: Cultural Representations and Signifying Practices, London: Sage, pp. 1-11.

Mitchell, W. J. T. “Mostrando el ver: una crítica de la cultura visual” Estudios Visuales I, 2003, pp. 19-40.

Mitchell W.J.T “Interdisciplinarity and Visual Culture”, Art Bulletin 77, 4, 1995, pp. 540-44.

Mirzoeff, Nicholas 1988 “What is visual culture?” en: N. Mirzoeff, ed. The visual culture reader, London: Routledge, pp. 3-13

Rampley, Matthew 2005 “La amenaza fantasma: ¿la cultura visual como fin de la historia del arte?” en: Brea, José Luis ed. Estudios Visuales. La epistemología de la visualidad en la era de la globalización, Madrid: Akal, pp. 39-57.

Richard, Nelly 2007 “Estudios visuales, políticas de la mirada y crítica de las imágenes” en: Fracturas de la memoria, México: FCE, pp.95-106.

Rogoff, Irit 1996 “‘Other's others'': spectatorship and difference', T. Brennan y M. Jay, eds, Vision in Context: Historical and Contemporary Perspectives on Sight, London & New York: Routledge, pp. 187-202.

martes, 22 de junio de 2010

Gérard Genett (París, 1930) es un teórico crítico francés de literatura y poética, uno de los creadores de la narratología.

En su abecedario irónico, "Bardadrac" (palabra inventada por una amiga suya para designar el revoltijo de su bolso) incorpora de todo: reflexiones sobre la sociedad y sus estereotipos; recuerdos de infancia y juventud (compromiso político); evocación de grandes figuras intelectuales, como Roland Barthes o Jorge Luis Borges; ciudades, ríos, mujeres, música de todo tipo; consideraciones sobre literatura y lenguaje, etc.

Obras (algunas)

- Figures I, 1966; son estudios, entre 1959 y 1965, que parten de escritores barrocos, y luego de Flaubert, Valéry, Proust, Borges, Robbe-Grillet.
- Figures II, 1969; estudios sobre La Fayette, Balzac, Stendhal o Proust
- Figures III, 1972; muy centrado en Proust. >> Trad.: Figuras III, Lumen, 1989.
- Bardadrac, 2006, escritos personales, fragmentarios.







domingo, 20 de junio de 2010

Pierre Francastel (1900 -1970)

Francastel nos recuerda que lo importante es no perder de vista que los signos figurativos no surgen en función de una descripción de lo real, sino como testigos de sistemas mentales. Sociología del Arte. (64).


Pierre Francastel fue un historiador y crítico de arte francés. Está considerado como uno de los fundadores de la sociología del arte y una gran figura de la Historia del arte del siglo XX.





domingo, 13 de junio de 2010

Dos cosas no nos han de faltar: las delicias de la carne y las delicias de la literatura

Sei Shonagon


Sei Shōnagon, fue una escritora japonesa que vivió en el siglo X, durante la Era Heian. La opinión más extendida declara que su verdadero nombre fue Kiyohara Akiko, se la conoció como Sei Shônagon durante su servicio en la corte imperial por el año 990. Sei es la lectura china del primer ideograma de su apellido, Kiyohara; Shônagon es el nombre genérico que designa a cualquier ayudante de menor rango de la emperatriz.
Fue  hija del poeta Kiyohara no Motosuke. Gracias a la destacada situación de su padre, logró convertirse en dama de compañía de la emperatriz consorte Fujiwara no Sadako, esposa predilecta del emperador Ichijō.  La historia cuenta que se casó o convivió con Tachibana no Norimitsu, con el que tuvo un hijo. Mantuvo una relación con Fujiwara no Muneyo y tuvo una hija con él, Koma no Myobu.  Se le atribuyeron además numerosos amantes.

Luego de la muerte de la emperatriz consorte, Sei Shonagon permaneció entre siete y diez años en la corte y, posteriormente, se ordenó religiosa budista. Hasta el final de su vida vivió errante, manteniéndose gracias a las limosnas, entre la isla de Shikoku y los alrededores de la capital.

Su obra más importante, Makura no Sōshi ("El libro de la almohada"), se trata de un auténtico tratado de la naturaleza humana y las costumbres de la corte, con largas listas, extensos catálogos de las más variadas experiencias. Cosas inapropiadas, cosas molestas, cosas sorprendentes y perturbadoras, cosas que pierden al ser pintadas, cosas que ganan al ser pintadas, cosas que no pueden compararse, cosas espléndidas. Así, en un recorrido inagotable —y sólo caótico en apariencia—, Shônagon nos cuenta que acaba de mandar un poema —el envío de cartas es constante entre los amantes—, y luego de que el mensajero ha partido, encuentra un par de palabras que corregir. Es una noche de primavera y la luna luce hermosa. A vuelta de página, un precepto: no manchar con tinta el cuaderno en el que copiamos relatos y poemas. Si es una libreta fina, debemos procurar no hacer borrones, "pero por alguna razón nunca lo logramos", se lamenta la autora. Aún no se desvanece el rocío en las enredaderas de campanillas, y se nos permite asomarnos al lecho de una mujer, que yace en la cama luego de que su amante se retira. Se nos cuenta que está cubierta con una ligera prenda de color malva forrada de violeta oscuro, que las tonalidades del exterior y del interior de su ropa son frescas y brillan. Vemos que su cabello en pesadas trenzas se organiza en cascadas, y podemos imaginar lo largo que ha de ser cuando cae libremente sobre su espalda. Y nuevas listas: cosas elegantes, cosas que dan una impresión patética, cosas que no pueden compararse, cosas que han perdido su poder.

Cosas encantadoras

Un pequeño gorrión que viene saltando al imitar alguien el chillido de un ratón.

Un niño de dos años que viene gateando apurado, en el camino encuentra una pequeña basura, la recoge y la muestra a los mayores. Una adorable escena.

Una niña a la que están cortando los cabellos como a una monja, de manera que los ojos quedan cubiertos, despeja su cara sin usar las manos, inclinando su cabeza a un costado pues quiere ver algo. Realmente encantador.

Arrancar las hojas pequeñas de un loto que flota en el estanque.

Las hojas de la malva pequeña son también deliciosas. Culquier cosa, si es diminuta, resulta grata.

Cosas Particulares (casos en que la gente dice lo mismo peor suena diferente)

El lenguaje de un bonzo.

El discurso de los hombres y el de las mujeres.

La lengua de la gente vulgar, cuyas palabras nunca dejan de tener una sílaba de más.

Cosas odiosas

Un carruaje pasa rechinando. Me irrita pensar en sus ocupantes que no se percatan de eso. Si yo viajara en un carruaje ruidoso, detestaría no sólo el carruaje sino también a su dueño.

Una persona que se desea salud a sí misma después de estornudar. En verdad abomino de todo aquel que estornuda, excepto si es el dueño de casa.

El ladrido de los perros cuando es prolongado y a coro es de mal agüero y odioso.

Alguien nos va a contar alguna novedad interesante, y un bebé empieza a llorar.

Una bandada de cuervos vuela en círculos con estridentes graznidos.


Un admirador llega en visita clandestina, el perro lo avista y ladra. Una desearía matar al animal.



ESO Y OTRAS MILES DE  COSAS
















LA HISTORIA DE UN FUMADOR DE HACHÍS 

Esta historia no es mía. Prefiero no opinar acerca de si el pintor Edouard Scherlinger, a quien vi por primera y última vez la tarde en que la contaba, era o no un mero narrador, porque en esta época de plagiarios siempre tropezamos con oyentes proclives a imputarle a uno lo que se acaba de dejar bien claro que sólo es una fiel repetición. El caso es que la escuché en uno de los pocos lugares clásicos de que todavía dispone Berlín para relatar y escuchar historias: fue una tarde en Lutter & Wegener. Se sentía uno cómodo sentado a la mesa redonda y participando de una pequeña reunión de amigos. La conversación, sin embargo, hacía ya tiempo que se había diluido y discurría pobre y mortecinamente en grupos de dos o tres, sin que los unos prestasen atención a los otros. En relación con alguna cuestión que nunca llegué a saber con exactitud, mi amigo el filósofo Ernst Bloch dejó caer la frase de que no existe nadie que no haya estado alguna vez en su vida muy cerca de ser millonario. Su afirmación provocó risas en un principio y se tuvo por una de sus frecuentes paradojas. Pero sucedió algo extraño. Cuanto más tiempo dedicábamos a debatir su rotunda afirmación, en mayor medida despertaba nuestro interés, hasta que finalmente uno tras otro acabamos reflexio-nando en voz alta acerca del momento de nuestras vidas en que habíamos estado más al alcance de esos millones. Entre las varias y curiosas historias que escuchamos, destacaba la del ya desaparecido Scherlinger, que trataré ahora de relatar con sus propias palabras.
Con la muerte de mi padre me llegó a las manos una herencia nada despreciable – comenzó a contar– adelanté mi viaje a Francia. A mis veintipocos años me hacía especialmente feliz la posibilidad de conocer Marsella, la patria de Monticelli, a quien debía mucho como artista, por no mencionar tantas otras cosas de la ciudad que también me atraían. Deposité mi fortuna en un pequeño banco que durante largos años había asesorado satisfactoriamente a mi padre. Su joven director, con quien yo mantenía no diré una gran amistad, pero sí excelentes relaciones, me prometió que durante mi prolongada ausencia prestaría particular atención a mis depósitos, así como que si se presentara la ocasión de una buena inversión, me lo notificaría de inmediato. «Sólo tendrás que dejarnos alguna contraseña», concluyó. Le miré sin comprender del todo. «Podemos ejecutar órdenes telegráficas, pero hemos de evitar cualquier posible malentendido», aclaró. «Supón que te enviamos un telegrama y cae en otras manos. Este riesgo lo evitamos conviniendo un nombre secreto que tú utilizas telegráficamente en sustitución del tuyo verdadero». Comprendí, pero quedé perplejo unos instantes, puesto que elegir de buenas a primeras un nombre nuevo no es tan fácil como cambiar de traje. Hay miles y miles a disposición. La idea de que cualquiera es bueno paraliza la elección, y la dificulta aún más la sensación íntima y casi mecánica de lo veleidosa y a la vez trascendental que puede llegar a ser. Como el jugador de ajedrez que teme precipitarse y preferiría dejar las cosas como están, pero llegado su turno opta por adelantar un peón, dije Braunschweiger1. La verdad es que no conocía a nadie con ese nombre, ni siquiera la ciudad de que deriva. Hacia el mediodía de un agobiante día de julio llegué a la estación de San Luis en Marsella tras pasar cuatro semanas de descanso en París. Unos amigos me habían recomendado el Hotel Regina, cercano al puerto. Tenía tiempo suficiente para ir a alojarme e incluso para comprobar si funcionaban la lámpara de la mesilla de noche y los grifos, y así me puse en camino ajustándome, dado que era mi primera visita a la ciudad, a mis antiguas normas de viaje, pues, contrariamente al común de los viajeros que apenas llegan se apresuran a trasladarse al centro de la ciudad, yo efectuaba siempre un reconocimiento previo de los alrededores, de los suburbios. No tardé en comprobar la virtualidad de este principio.

1 Braunschweiger, en alemán, natural de Braunschweiger, ciudad centro alemana cercana a Hannover.
Nunca una primera hora me había colmado tanto como esta que pasé entre el muelle y los malecones exteriores, entre los tinglados portuarios y los barrios más pobres, auténticos refugios de la miseria. Cinturón que oprime la ciudad, constituyen su lado patológico, el terreno donde se libran ininterrumpidamente batallas decisivas entre la ciudad y el campo, batallas que en ningún otro lugar son tan enconadas como entre Marsella y la campiña provenzal. Es la lucha cuerpo a cuerpo de los postes telegráficos contra las pitas, del alambre de púas contra las espinosas palmeras, de pestilentes columnas de vapor contra umbrosos y sofocantes platanales, de escalinatas fantasiosas contra imponentes colinas. La larga rue de Lyon es como el
reguero de pólvora que Marsella extendió por la campiña, para hacerlo estallar en Saint-Lazaire, Saint-Antoine, Arenc y Septèmes y empedrarlo con cascotes de granada de todas lasmarcas e idiomas: Alimentation Moderne, Rue de Jamaïque, Comptoir de la Limite, Savon Abat Jour, Minoterie de la Campagrie, Bar du Gaz, Bar Facultatif. Y cubriéndolo todo, esa nube de polvo que aquí se compone de salitre, cal y mica. Más adelante, a lo largo de los muelles exteriores en los que solamente atracan grandes transatlánticos, bajo los ardientes rayos de un sol que se pone lentamente entre los restos de murallas que por la izquierda circundan la ciudad vieja, y las desnudas colinas o canteras de piedra por la derecha, se llega al Pont Transbordeur que cierra el puerto antiguo, ese cuadrado desde el que los fenicios, como en una inmensa plaza fuerte, mantenían el mar a raya.
Proseguí mi camino en solitario hasta llegar a los arrabales más populosos, donde me vi arrastrado por el flujo constante de marineros libres de servicio, obreros portuarios que volvían del trabajo y amas de casa desocupadas que, con enjambres de chiquillos, pasaban por delante de cafés y bazares y acababan perdiéndose por las calles laterales, porque sólo algunos oficiales de marina y flâneurs2, como era mi caso, continuaban hasta la arteria principal, la calle del comercio, la bolsa y los turistas, La Cannabiére. En todos esos bazares, desde un extremo a otro del puerto, se amontonaban los souvenirs. Energías sísmicas han conglomerado semejante amasijo de pasta de vidrio, cal de conchas y esmaltes, en que se apelotonan tinteros, vapores en miniatura, anclas, termómetros de mercurio y sirenas. La presión de miles de atmósferas bajo las cuales este mundo plástico cruje y se apretuja, me pareció la misma fuerza con que las manos rudas de las gentes de mar se aferran ansiosas a los senos y muslos femeninos después de una larga travesía.
Ocupado en estos y otros pensamientos, hacía tiempo que había dejado atrás La Cannabière sin ver gran cosa y, tras pasar de largo las ventanas enrejadas del Cours Puget, estaba ya bajo los árboles de la avenida' de Meilhan, cuando la casualidad –que guía siempre mis primeros pasos en una ciudad– me llevó al passage de Lorette, el estrecho antepatio del depósito de cadáveres de la ciudad, donde en la soñolienta presencia de algunos hombres y mujeres el mundo entero parece quedar reducido a una tranquila tarde de domingo. En aquel momento se apoderó de mí algo de esa tristeza que, todavía hoy, aprecio tanto en la luz de los cuadros de Monticelli. Creo que en momentos así, el viajero capaz de experimentarla participa de ese algo que normalmente está reservado para quienes viven en la ciudad. Al igual que la niñez es el zahorí de la melancolía, para percibir la tristeza que emana de ciudades tan bulliciosas y fulgurantes tiene uno que haber sido niño en ellas.

Añadiría una bonita y romántica pincelada –dijo Scherlinger sonriendo– si describiera ahora cómo di con el hachís en alguna taberna portuaria de mala nota, arrastrado por algún árabe fogonero de un barco de carga, o tal vez, estibador en el muelle, pero no puedo permitirme tal adorno, puesto que yo me asemejaba más a ese árabe que al pretendido forastero cuyo deambular concluyese en la taberna. Cuando menos si se considera que en mis viajes siempre llevo el hachís conmigo.
No creo que, una vez en mi habitación, fuese el deseo latente de contrarrestar mi tristeza lo que, sobre, las siete de la tarde, me decidió a fumar hachís. Fue más bien el afán de abandonarme a la mágica manó con que la ciudad, casi imperceptiblemente, me había atenazado por la nuca. Me entregué al veneno, pero repito, no a la manera de un principiante. Ya fuesen las casi diarias depresiones por añoranza de mi país, ya las malas compañías o quizá los lugares no del todo recomendables, el caso es que nunca hasta. entonces me había sentido aceptado en la cofradía de iniciados, con cuyos testimonios, desde Los paraísos artificiales de Baudelaire hasta El lobo estepario de Hesse, me encontraba más que familiarizado. Me tendí en la cama, fumé y leí. Frente a mí, al otro lado de la ventana, se recortaba la silueta de una dé esas calles oscuras y angostas del barrio de pescadores, que parecen tajos hechos a cuchillo en la piel de la ciudad. Disfruté entonces de la certidumbre absoluta de que en aquella ciudad de cientos de miles de personas, en la que nadie me conocía, podía entregarme a mis ensoñaciones sin ser molestado. Pero los efectos tardaban en presentarse; habían pasado ya tres cuartos de hora largos y empecé a desconfiar de la calidad de la droga ¿o era, quizá, que la había guardado demasiado tiempo? De pronto, alguien llamó enérgicamente a la puerta. Nada podía resultar más inexplicable. Sentí un miedo mortal, perono hice el menor intento de abrir, limitándome a preguntar qué ocurría sin cambiar de postura. «Aquí hay un señor que desea hablarle», gritó el camarero. «¡Que suba!», respondí sin pensarlo. Me faltó serenidad o no tuve el valor de preguntar su nombre. Continué recostado sobre la cabecera de la cama mientras mi corazón latía con fuerza, y con la vista fija en la puerta entreabierta hasta que se recortó un uniforme en ella. El señor era un repartidor de telegramas. «Recomendamos comprar 1.000 Royal Dutch primera emisión. Telegrafíe conformidad». Miré el reloj. Eran las ocho. Un telegrama urgente tardaría como mínimo un día en llegar a mi banco de Berlín. Despedí al empleado con una propina. Sentí alternativamente inquietud y fastidio. Inquietud porque se me venía encima, precisamente en aquellos momentos, un negocio, una carga. Fastidio por la tardanza en presentarse los efectos de la droga. Me pareció lo más prudente ir en seguida a correos, donde tenía entendido que el despacho de telegramas no cerraba hasta medianoche. Que debía dar mi conformidad era algo que quedaba fuera de duda, teniendo en cuenta la seguridad con que mi hombre de confianza me aconsejaba. Por otra parte, me preocupó también la idea de que si esperaba a que el hachís hiciese su efecto, quizás olvidaría la contraseña. Lo mejor era, así pues, no perder tiempo. Mientras bajaba la escalera, recordé la última vez que fumé hachís varios meses atrás, y cómo fui incapaz de saciar el hambre canina que se apoderó de mí más tarde, cuando ya estaba de vuelta en mi habitación. Por si acaso, consideré oportuno comprar una pastilla de chocolate. A lo lejos divisé un escaparate repleto de cajas de bombones, brillantes papeles de estaño y hermosas pirámides de pasteles. Entré en la tienda y quedé de pronto algo confundido, pues no vi a nadie que pudiera atenderme. Más aún me sorprendió el extrañísimo sillón ante cuya visión hube de admitir que, para bien o para mal, en Marsella se bebe el chocolate sentado en altos sitiales que recuerdan a los sillones articulados propios de las intervenciones quirúrgicas. Sólo entonces vi al dueño del establecimiento que venía corriendo desde el otro lado de la calle enfundado en una bata blanca, lo que me dio tiempo para reaccionar y rechazar entre sonoras carcajadas su ofrecimiento de afeitarme o cortarme el pelo. Todo esto me persuadió de que el hachís hacía ya tiempo que había empezado a actuar

sobre mí, circunstancia de la que si no me hubiese bastado con la transformación de las

polveras en cajas de bombones, de los estuches de níquel en pastillas de chocolate y de los

peluquines en pilas de pasteles, mis propias risotadas hubieran bastado para alertarme, puesto

que es sabido que el éxtasis se inicia por igual con carcajadas que con risas, quizá más quedas

e interiores, pero sin duda más embriagadoras. También lo reconocí en la infinita dulzura del

viento que en el lado contrario de la calle movía los flecos de las marquesinas. Acto seguido

se hizo sentir la imperiosa necesidad de espacio y tiempo que experimenta el adicto al hachís.

Como se sabe, es extraordinaria: al que acaba de fumar hachís, Versalles se le antoja pequeño

y la eternidad le sabe a poco. A estas dimensiones colosales que adquieren las vivencias

interiores, al tiempo absoluto y al espacio inconmensurable, no tarda en seguirles una sonrisa

beatífica, preludio de un humor maravilloso, mayor aún, si cabe, debido a la ilimitada

cuestionabilidad de todo lo existente. Sentía además tal ligereza y seguridad en el andar que

el suelo irregularmente empedrado de la plaza que cruzaba se me antojó el suave pavimento

de una carretera que yo, vigoroso caminante, transitaba en la oscuridad de la noche. Al final

de esta plaza inmensa se levantaba un feo edificio de arcadas simétricas y con un reloj

iluminado en su frontispicio: Correos. Que era feo lo digo ahora, entonces no lo hubiese visto

así, y no sólo porque cuando hemos fumado hachís nada sabemos de fealdades, sino

sencillamente porque ese edificio oscuro, expectante –ansioso de mí–, con todos sus

dispositivos y buzones prestos a recibir y transmitir la inapreciable conformidad que haría de

mí un hombre rico, despertó en mi interior una profunda sensación de agradecimiento. No

podía apartar de él la mirada porque comprendía que hubiese resultado fatal para mí haber

pasado demasiado cerca de la fachada sin reparar en su presencia y, sobre todo, en la

iluminada esfera de su reloj. Allí, muy cerca de donde me encontraba, vi amontonadas en la

oscuridad las sillas y mesas de un bar, reducido pero de aspecto sospechoso, que, aun cuando

bastante alejado del barrio apache, no lo frecuentaban burgueses sino, como máximo –aparte

del genuino proletariado portuario–, dos o tres familias de chamarileros de la vecindad. Allí

tomé asiento. Era lo mejor y aparentemente menos peligroso que en aquella dirección tenía a

mi alcance, extremo que yo, en mi delirio, había calculado con la misma seguridad con que

una persona exhausta y sedienta sabe llenar hasta el borde un vaso de agua sin derramar una

sola gota, cosa bien difícil para otra en plena posesión de sus facultades. Apenas percibió que

me tranquilizaba, comenzó el hachís a poner en juego sus encantos con tan tenaz energía

como yo nunca había experimentado ni volvería a experimentar. Me convirtió en un

consumado fisonomista; yo, que normalmente soy incapaz de reconocer a amigos de toda la

vida o de retener en la memoria un simple rostro, me obstiné en mirar fijamente las caras de

quienes me rodeaban, lo que en circunstancias normales hubiese evitado por una doble razón:

por no atraer sobre mí sus miradas y por no soportar la brutalidad de sus rasgos. Ahora

comprendo por qué a un pintor

–¿acaso no le ocurrió a Leonardo y a tantos otros?– esa fealdad que asoma en las arrugas, que

proyectan las miradas y exhiben algunos rostros, puede parecerle el auténtico reservoir de la

belleza, más hermosa que el arca del tesoro, que la mágica montaña abierta que muestra en su

interior todo el oro del mundo. Recuerdo especialmente un rostro de hombre infinitamente

animal y soez en el que, de pronto, tembloroso, creí vislumbrar «las arrugas de la noble

resignación». Los rostros masculinos eran los que más me fascinaban. Comenzó el juego,

tenazmente aplazado, de que en cada nuevo semblante asomara un conocido del que a veces

recordaba el nombre, a veces se me escapaba. Instantes más tarde la alucinación se esfumó,

como se desvanecen los sueños, sin producir turbación o embarazo, sino amigable y

pacíficamente, como una criatura insegura que hubiese cumplido con su cometido. Mi

vecino, un burgués por su aspecto y maneras, variaba incesantemente la forma y expresión de

su rostro. Su corte de pelo, la negra montura de sus gafas, le conferían un aire ya severo, ya

amistoso. Yo me repetía, naturalmente, que no se podía cambiar con tal rapidez, pero daba

igual. Cuando el hombre en cuestión había pasado ya por muchas vidas, de buenas a primeras

resultó estudiante en una pequeña ciudad del Este europeo. Su habitación era bonita y

elegante. Me pregunté: «¿Dónde habrá adquirido este joven esa cultura? ¿Quién será su

padre? ¿Comerciante textil o mayorista de cereales?». De pronto supe que la ciudad era

Myslowitz. Alcé la vista y allí, al otro extremo de la plaza, o tal vez más lejos, al final de la

ciudad, aparecía el instituto de Myslowitz, la aguja de cuyo reloj se había detenido y marcaba

algo más de las once. La clase ya debía de haber empezado. Quedé absorto ante la escena sin ninguna razón concreta. Las personas que momentos antes –¿o habían transcurrido un par de horas?– me fascinaban, habían desaparecido de mi vista. «Cada siglo que pasa, las cosas se vuelven más extrañas», pensé. Titubeé bastante antes de probar el vino. Había pedido media botella de Cassis, un vino seco. En el vaso flotaba un trozo de hielo. Ignoro cuánto tiempo permanecí absorto en las imágenes que lo llenaban, pero cuando volví a mirar hacia la plaza vi que tendía a transformarse como todo el que entraba en ella; como si se tratara de una figura que, mirada detenidamente, nada tenía que ver con la plaza en sí, sino más bien con el modo en que los grandes retratistas del siglo XVII, que sitúan al modelo según su carácter delante de una

galería de columnas o ante una ventana, hacen que la ventana destaque de la galería.

Súbitamente desperté, muy excitado, de un profundo ensimismamiento. Había mucha luz en

mi interior y sólo tuve clara una cosa: el telegrama. Tenía que enviarlo inmediatamente. Para

permanecer despierto, pedí un café solo. Me pareció que el camarero tardaba una eternidad en

aparecer con la taza. La agarré ansiosamente; su aroma ascendía ya por mí nariz, cuando –

para mi sorpresa, o a causa de mi sorpresa, ¿quién podía saberlo?– detuve en seco mi mano a

unos centímetros de los labios. En seguida, tan pronto percibí el embriagador aroma del café,

adiviné el instintivo apresuramiento de mi brazo y recordé que esta bebida supone para todo

fumador de hachís el cenit de su placer, ya que intensifica como ninguna otra cosa el efecto

de la droga. Por ello deseaba detenerme y me detuve. La taza no llegó a tocar los labios, pero

tampoco volvió al plato. Quedó suspendida en el aire, sostenida por mi brazo que comenzaba

a insensibilizarse, asiéndola rígido y muerto como si de una imagen, una piedra sagrada o una

reliquia se tratase. Mi mirada se posó en las arrugas de mis pantalones playeros blancos y las

creí arrugas del albornoz. Después se centró en mi mano, y la vi morena, etiópica, y mientras

mis labios seguían fuertemente apretados rechazando la bebida o la palabra, una sonrisa

ascendía hasta ellos desde muy adentro; una sonrisa altanera, africana, sardanapálica3, la

sonrisa del hombre capaz de penetrar el futuro del mundo y el destino, para quien las cosas y

los nombres ya no encierran secreto alguno. Me vi sentado allí, pardusco y taciturno4

¡Braunschweiger! ¡El sésamo de este nombre, que debía albergar en su interior las riquezas

más cuantiosas, se había abierto! Con una sonrisa infinitamente piadosa pensé por primera

vez en los vecinos de Braunschweig, que viven tristemente en su ciudad centro alemana

ajenos por completo a las fuerzas mágicas latentes en su nombre. Al llegar a este punto, cayeron

sobre mí como un coro festivo y prometedor los toques de medianoche de las

campanas de todas las iglesias de Marsella.

Se hizo la oscuridad. Cerraron el bar y vagué sin rumbo por los muelles deletreando uno tras

otro los nombres de las barcas amarradas allí, al tiempo que me embargaba una inexplicable

alegría. Sonreí uno tras otro a todos los nombres de mujeres de Francia, Marguerite, Louise,

Renée, Yvonne, Lucille. El amor a las embarcaciones que esos nombres revelaban me resultaba

maravilloso, sublime y conmovedor. junto a la última había un banco de piedra;

«Banco», me dije, desaprobando que el nombre no apareciese rotulado con letras doradas

sobre fondo negro. Ésta fue la última idea clara que cruzó por mi mente aquella noche. Las

siguientes me las suministraron los periódicos de la tarde cuando el fuerte sol de mediodía me

despertó tendido en un banco junto al mar: «Sensacional alza en Royal Dutch».

Jamás me he sentido –concluyó el narrador– tan ligero, despejado y alegre después de una alucinación.

Walter Benjamin
 
 

sábado, 12 de junio de 2010


"Sin pan y sin trabajo"(1892-1893)
 Ernesto de la Cárcova (1866-1927). Argentina

Émile Durkheim

Émile Durkheim 1858-1917, Francia. Fue uno de los creadores de la sociolgia moderna junto a Max Weber y Karl Marx.                                                                                                              

El término Anomia (sin norma) introducido por Durkheim en su obra La división del trabajo, se emplea en sociología para referirse a una desviación o ruptura de las normas sociales. En el mismo sentido ha sido retomado por la antropología, aunque en esta disciplina ha ido perdiendo vigencia tras la crítica de las corrientes opuestas al funcionalismo estructuralista, sobre todo el Multiculturalismo.

La anomia supone un colapso de gobernabilidad, la imposibilidad de controlar la emergente situación de alienación experimentada por un individuo o una subcultura.La regulación moral, codificada en normas sociales, se deshace en ausencia de valores normativos. Concretamente, siguiendo a Durkheim, la anomia es la falta de normas que puedan orientar el comportamiento de los individuos. 


Encontré esta cita en otro blog con un muy buen titulo Tacheme ese párrafo.

"Las necesidades sexuales de la mujer tienen un carácter menos intelectual, porque, en general, su vida psíquica está menos desarrollada (...) Porque la mujer es un ser más instintivo que el hombre, para encontrar la calma y la paz no tiene más que seguir sus instintos"

"El Suicidio" (1897) Émile Durkheim

Otras Obras

Las reglas del método sociológico (1895). Desarrolla cómo abordar los hechos sociales en forma sistemática y científica.

L'Année Sociologique (1896). Revista en la que se dan a conocer investigaciones sobre sociología y antropología.

La educación moral (1902).

Las formas elementales de la vida religiosa (1912).
Obra póstuma

Educación y sociología (1924). Ofrece su definición de educación y ahonda en el carácter social de la misma. Establece relaciones entre la Pedagogía y la Sociología.

La educación: su naturaleza, su función (1928) Explica el concepto de educación a través de la función que cumple en la teoría de la reproducción social.










domingo, 6 de junio de 2010

El beso y la cama



Henri de Tolouse Lautrec

¿Qué se ama cuando se ama?  Gonzalo Rojas



    ¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz terrible de la vida

o la luz de la muerte? ¿Qué se busca, qué se halla, qué

es eso: ¿amor? ¿Quién es? ¿La mujer con su hondura, sus rosas, sus volcanes,

o este sol colorado que es mi sangre furiosa

cuando entro en ella hasta las últimas raíces?



¿O todo es un gran juego, Dios mío, y no hay mujer

ni hay hombre sino un solo cuerpo: el tuyo,

repartido en estrellas de hermosura, en partículas fugaces

de eternidad visible?



Me muero en esto, oh Dios, en esta guerra

de ir y venir entre ellas por las calles, de no poder amar

trescientas a la vez, porque estoy condenado siempre a una,

a esa una, a esa única que me diste en el viejo paraíso.


 









Alexandra Domínguez



Voy a hablar de la esperanza.         César Vallejo

Yo no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me duelo ahora como artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera. Yo no sufro este dolor como católico, como mahometano ni como ateo. Hoy sufro solamente. Si no me llamase César Vallejo, también sufriría este mismo dolor. Si no fuese artista, también lo sufriría. Si no fuese hombre ni ser vivo siquiera, también lo sufriría. Si no fuese católico, ateo ni mahometano, también lo sufriría. Hoy sufro desde más abajo. Hoy sufro solamente.

Me duelo ahora sin explicaciones. Mi dolor es tan hondo, que no tuvo ya causa ni carece de causa. ¿Qué sería su causa? ¿Dónde está aquello tan importante, que dejase de ser su causa? Nada es su causa; nada ha podido dejar de ser su causa. ¿A qué ha nacido este dolor, por sí mismo? Mi dolor es del viento del norte y del viento del sur, como esos huevos neutros que algunas aves raras ponen del viento. Si hubiera muerto mi novia, mi dolor sería igual. Si me hubieran cortado el cuello de raíz, mi dolor seria igual. Si la vida fuese, en fin, de otro modo, mi dolor sería igual. Hoy sufro desde más arriba. Hoy sufro solamente.

Miro el dolor del hambriento y veo que su hambre anda tan lejos de mi sufrimiento, que de quedarme ayuno hasta morir, saldría siempre de mi tumba una brizna de yerba al menos. Lo mismo el enamorado. ¡Qué sangre la suya más engendrada, para la mía sin fuente ni consumo!

Yo creía hasta ahora que todas las cosas del universo eran, inevitablemente, padres o hijos. Pero he aquí que mi dolor de hoy no es padre ni es hijo. Le falta espalda para anochecer, tanto como le sobra pecho para amanecer y si lo pusiesen en la estancia oscura, no daría luz y si lo pusiesen en una estancia luminosa, no echaría sombra. Hoy sufro suceda lo que suceda. Hoy sufro solamente.


sábado, 5 de junio de 2010


¡Elizabeth Peyton!
LA COEXISTENCIA DE LO ANACRÓNICO

Los espacios públicos por Candida Hofer (1944) Alemania