"Nunca olvido una cara. Pero en su caso, estaré encantado de hacer uan excepción."
viernes, 31 de diciembre de 2010
jueves, 26 de agosto de 2010
Allan Kaprow ¿Qué es esto del Happening?
Happening (evento, suceso) es un tipo de manifestación artística que surge en Estados Unidos en los años 50, frecuentemente multidisciplinar, la propuesta original tiene como tentativa el producir una obra de arte que no se focaliza en objetos sino en el evento y la experiencia de sus participantes, los espectadores dejan de ser sujetos pasivos y se transforman en parte de la obra, en tanto representación colectiva. Al constituirse en uan acción, los happening son efímeros por naturaleza, comunmente se desarrollan en lugares públicos de manera que su aparición logre irrumpir en la realidad cotidiana.
La obra Theater piece Nº1 realizada en 1952 por John Cage en el Black Mountain Collegese, es considerada como el primer happening , tal tipo de obra fue explicada por el propio John Cage como eventos teatrales, sin trama. Sin embargo, fue Allan Kaprow (alumno de Cage) a quien se concidera el fundador del Happening.
Happening tuvo su apogeo durante los “alegres” 1960 con estéticas próximas al pop art y a las del movimiento hippie, entre 1964 y 1960 los Provos improvisaban verdaderos happenings en las plazas de Ámsterdam, se encuentran claros precedentes del mismo en ciertas expresiones artísticas vanguardistas de los locos años 20, muchas de ellas vinculadas al surrealismo y, sobre todo al dadaísmo siendo claros antecedentes las exhibiciones no convencionales realizadas en el Cabaret Voltaire por Richard Huelsenbeck y Tristan Tzara, entre otros.
En España, las primeras obras de happening fueron escritas en catalán por el poeta Joan Brossa en 1946, es decir mucho antes de que Kaprow acuñara el término. Su autor las denominó acciones espectáculo.
domingo, 22 de agosto de 2010
Fluxus: hacer del ready-made una acción
"Fluxus purga el mundo de la locura burguesa, de la cultura intelectual, profesional y comercializada. Purga el mundo del arte muerto, de imitación, del arte artificial..."
George Maciunas
Gerorge Bretch, Solo para violín de Maciunas 1964
Fluxus (flujo) es un movimiento artístico que tuvo su momento más activo entre la década de los sesenta y los setenta del siglo XX. Se declaró contra el objeto artístico tradicional como mercancía y se proclamó a sí mismo como el antiarte. Fluxus fue informalmente organizado en 1962 por George Maciunas (1931-1978).
"Fluxus-arte-diversión(juego) debe ser simple, entretenido y sin pretensiones, tratar temas triviales, sin necesidad de dominar técnicas especiales ni realizar innumerables ensayos y sin aspirar a tener ningún tipo de valor comercial o institucional" George Maciunas
Su interés principal no está en los objetos, sino en la evocación de lo efímero, la fuidez, la inestabilidad, el cambio, la casualidad, conceptos desarrollados para combatir el arte elitista burgues y su valorazión como objeto de consumo. El arte se vuelve uan experiencia. El fluxus, una fusión entre lo cotidiano y o absurdo, invierte la propuesta de Duchamp, si este introdujo lo cotidiano en el arte Fluxus disuelve el arte en lo cotidiano.
Heredero del Dadá y el Surrealismo, fue capaz de reunir en sus conciertos y festivales a músicos, compositores, artistas plásticos, poetas, literatos, performistas, etc. generando un espacio interdisiplinar alternativo en el cual pudieran fluir ideas, obras y experiencias.
Fluxus nació, en un principio, como una revista de arte, en la ciudad alemana de Wiesbaden en 1961 con el Festival Festum Fluxorum y con una serie de conciertos en Nueva York. Fue el grupo artístico más abierto e internacionalista, también el más feminista de cualquier otra vanguardia, desde el dadaísmo y el constructivismo ruso. Su desarrollo fue paralelo al pop art y al minimalismo en Estados Unidos.
George Maciunas apoyó el nombre del grupo, en la definición de Henri Bergson para argumentar que nuestra experiencia del mundo no se da momento a momento, sino en un flujo imparable, como cuando escuchamos música.
Heredero del Dadá y el Surrealismo, fue capaz de reunir en sus conciertos y festivales a músicos, compositores, artistas plásticos, poetas, literatos, performistas, etc. generando un espacio interdisiplinar alternativo en el cual pudieran fluir ideas, obras y experiencias.
Fluxus nació, en un principio, como una revista de arte, en la ciudad alemana de Wiesbaden en 1961 con el Festival Festum Fluxorum y con una serie de conciertos en Nueva York. Fue el grupo artístico más abierto e internacionalista, también el más feminista de cualquier otra vanguardia, desde el dadaísmo y el constructivismo ruso. Su desarrollo fue paralelo al pop art y al minimalismo en Estados Unidos.
George Maciunas apoyó el nombre del grupo, en la definición de Henri Bergson para argumentar que nuestra experiencia del mundo no se da momento a momento, sino en un flujo imparable, como cuando escuchamos música.
Elías Canetti (1905-1994) Escritor alemán, Premio Nobel de Literatura en 1981
Obras
Auto de fe, 1936. (Novela).
Notas, 1948 (Aforismos)
Masa y poder, 1960. (Ensayo antropológico).
El otro proceso de Kafka, 1969.
La conciencia de las palabras, 1975.
El suplicio de las moscas (1986-1992)
La lengua absuelta, La antorcha al oído, El juego de ojos y Fiesta bajo las bombas, cuatro tomos autobiográficos.
sábado, 21 de agosto de 2010
La regla es una excepción a la excepción. Jarry y la Patafisica.
Alfred Jarry (1873-1907) Dramaturgo, novelista y poeta francés, precursor del Dadaísmo, del Surrealismo y del Absurdo, recién llegado a París se convirtió en un habitué de los cenáculos frecuentados por los poetas simbolistas.
Alumno de Henri Bergson (escritor y filósofo francés), consigue el aplauso del gran París en 1896 con Ubu rey, comedia satírica en la que se entremezclan referencias a 'Macbeth' con los excesos de un monarca tan tirano con nobles y plebeyos como cobarde en la guerra. Contra todo pronóstico, el éxito que conoce 'Ubu rey' en el París del final de la belle époque es tal que Jarry escribe una segunda parte con el título de 'Ubu encadenado' (1900). La gloria literaria corre a la par de la autodestrucción a la que el dramaturgo parece condenado irremediablemente. Alternando realidad y ficción en sus delirios de borracho, escribe 'El amor absoluto' (1899), 'Mesalina' (1901) y la curiosa novela ‘El supermacho’, definida en su edición española como "una muestra de los juegos a los que la teoría y la práctica del amor pueden entregarse teniendo por rival a las máquinas, a la velocidad, a todas las fantasías de los avances científicos de comienzos del siglo XX". Para la crítica, tan singular obra vino a ser un curioso ejemplo de "futurismo grotesco".
Alfred Jarry, montaba en bicicleta y pescaba, era diestro en el uso de la espada y llevaba casi siempre dos pistolas descargadas con las que disparaba simbólicamente contra todo pseudo-artista o impostor intelectual que se cruzaba en su camino.
Muere alcoholizado en 1907, sin llegar a ver la publicación de ‘Gestas y opiniones del doctor Faustroll, patafísico'. A raíz de su lectura, sus admiradores ponen en marcha una ciencia llamada "patafísica" en 1948, como contrapunto irónico de los Colegios profesionales, las Academias de arte y las ciencias, Mélanie Le Plumet, Oktav Votka y J-H Sainmont fundaron el Colegio de Patafísica, una organización dedicada a difundir la patafísica, que otorgaba títulos rimbombantes a sus miembros. A lo largo de los años, numerosos artistas fueron cooptados como ilustres socios del colegio de patafísica, entre ellos Raymond Queneau, Enrico Baj, Boris Vian, Eugène Ionesco, Jean Genet, Jacques Prévert, Joan Miró, Umberto Eco y Fernando Arrabal, Max Ernst, Joan Miró, Marcel Duchamp, Jean Dubuffet, René Clair.
El colegio de Patafísica se define como una "sociedad docta e inútil dedicada al estudio de las soluciones imaginarias y las leyes que regulan las excepciones". La palabra «patafísica» es una contracción de ἐπὶ τὰ μετὰ τὰ φυσικά («epí ta metá ta physiká»), que se refiere a 'aquello que se encuentra «alrededor» de lo que está «después» de la Física'. Se basa en el principio de la unidad de los opuestos, y se vuelve un medio de descripción de un universo complementario, constituido de excepciones. En el universo de Alfred Jarry todo es anormalidad, donde la regla es la excepción de la excepción. La regla es lo extraordinario, y eso explica y justifica la existencia de la anormalidad.
El Colegio de Patafísica decretó un periodo de ocultación, pero según parece el 20 de Abril del 2000 celebraron la Desocultación. Anunciaban una exposición de "Agujeros, Nadas y Espejismos" pero al parecer nadie la encontró.
El colegio de Patafísica se define como una "sociedad docta e inútil dedicada al estudio de las soluciones imaginarias y las leyes que regulan las excepciones". La palabra «patafísica» es una contracción de ἐπὶ τὰ μετὰ τὰ φυσικά («epí ta metá ta physiká»), que se refiere a 'aquello que se encuentra «alrededor» de lo que está «después» de la Física'. Se basa en el principio de la unidad de los opuestos, y se vuelve un medio de descripción de un universo complementario, constituido de excepciones. En el universo de Alfred Jarry todo es anormalidad, donde la regla es la excepción de la excepción. La regla es lo extraordinario, y eso explica y justifica la existencia de la anormalidad.
El Colegio de Patafísica decretó un periodo de ocultación, pero según parece el 20 de Abril del 2000 celebraron la Desocultación. Anunciaban una exposición de "Agujeros, Nadas y Espejismos" pero al parecer nadie la encontró.
viernes, 20 de agosto de 2010
Russell Connor.
El rapto del arte moderno
"Todo el movimiento de la pintura se ha retirado del futuro para orientarse hacia el pasado. Cita, simulación. reapropiación, el arte actual se dedica a reapropiarse de manera más o menos kitsch, de todas las formas y obras del pasado, cercano, lejano y hasta contemporáneo"
Jean Baudrillard
domingo, 18 de julio de 2010
APROPIACIONISMO
El apropiacionismo es una estrategia de lenguaje que se sitúa como uno de los parámetros fundamentales de lo posmoderno. Se efectúa como una radicalización de los recursos de la cita, sin embargo, no es el concepto de transmisión de imágenes lo que opera aquí, sino, la de su reubicación contextual y ésta orientada inevitablemente hacia las esferas de lo social y lo político.
La apropiación exige siempre una re-lectura, en tanto se configura desde una práctica de desplazamiento, ya no de un objeto cotidiano como el ready-made, sino de una obra de arte institucionalizada, en este sentido lo que busca desplazar no es tanto la imagen, como los significados proveídos por la tradición. Implica un cuestionamiento a las formas tradicionales de interpretación y recepción (influencia, desarrollo, evolución) propias del sistema historicista. Ejerce así, su más importante campo de acción en la crítica a los conceptos exigidos por el sistema moderno: originalidad, autenticidad, expresividad y autoría, es decir, es la encargada de desmantelar las narraciones míticas de la modernidad estética. Para ello, los artistas se apropiaron de aquellos soportes en los que se enuncian dichos mitos: la publicidad (Richard Prince), el cine (Cindy Sherman, Robert Longo), el museo (Louis Lawler), la Historia del Arte (Sherrie Levine, Yasumassa Morimura).
Richard Prince, Cowboy (1089)
Cindy Sherman
Robert Longo
Yasumasa Morimura
Sherrie Levine, After Walker Evans (1981)
viernes, 16 de julio de 2010
miércoles, 30 de junio de 2010
ESTETICA DEL JUEGO
En La actualidad de lo bello, Gadamer analiza la segunda característica de la actividad lúdica: "el juego no conoce propiamente la distancia entre el que juega y el que mira el juego. El espectador es, claramente, algo más que un mero observador que contempla lo que ocurre ante él; en tanto que participa en el juego, es parte de él." (p.69). Y desde esta perspectiva, se convierte en un hacer comunicativo.
Lo que implica el aproximarse a la obra con una visión dinámica, en tanto es entendida "como proceso de construcción y reconstrucción continuas" (p.20), en el cual el espectador actua como co-jugador, forma parte del juego porque la obra, (producto de este juego) deja siempre un espacio que hay que rellenar; proceso, además, nunca acabado.
Acudiendo a la semiótica de la recepción encontramos un concepto propuesto por Umberto Eco sobre esta premisa participativa: la "cooperación textual" o cooperación del lector como condición de la actualización del texto: el autor, "deberá prever un Lector Modelo capaz de cooperar en la actualización textual de la manera prevista por él y de moverse interpretativamente, igual que él se ha movido genenrativamente."(Lector in fabula, 80)
Si bien los planteamientos de Barthes difieren de la hermenéutica y de la estética de la recepción, en tanto defienden un "ahistoricismo" en la producción y en la recepción discursiva , están indudablemente en la posición crítica que defiende la posición activa del lector y que constituye, desde la teoría literaria, el antecedente más importante en la consolidación de una estética de la interactividad, es decir, de una estética del juego.
El "libro-juego", no permite espectadores sino jugadores porque sólo quien juega hace posible la realización del juego. En este sentido, la obra obedece a una estética que exige la cooperación activa del receptor en la construcción -no desciframiento- del sentido. Las funciones creadoras y receptoras se modifican y se unifican. Las dos producciones de sentido no se pueden separar: el autor, como diseñador consciente de las estructuras textuales, propone una serie de estrategias que invitan al lector al jugar, a participar activamente en la actualización de la obra; el lector, como jugador, no puede situarse al margen como espectador pasivo. Sin su actuación la obra -el juego, la fiesta- no se realiza.
martes, 29 de junio de 2010
El tipo de las rayas
"El arte de cualquier tipo es exclusivamente político. Lo que se necesita es analizar los limites dentro de los cuales el arte existe y lucha. Aunque la ideología dominante y sus artistas asociados intentan por todos los medios camuflarlos, y auqnue todavía es demasiado temprano -no existen aún las condiciones- para eliminarlos- ha llegado el momento de desvelarlos."
Daniel Buren
lunes, 28 de junio de 2010
Claude Cahun
Fotografa y escritora, cuyo verdadero nombre fue, Lucy Schwob, nació en Nantes en 1894, en el seno de una familia de intelectuales judíos de la alta burguesía. Su padre, Maurice Schwob era director del periódico “Le Phare de la Loire” y su tío Maurice, vinculado al simbolismo y amigo de Oscar Wilde, uno de los fundadores del “Mercure de France”.
Cursó estudios en Oxford entre 1907 y 1908 y posteriormente, en 1914, Filosofía y Letras en la Universidad de la Sorbonne, en París, ciudad en la que se instaló a partir de 1920.
Mujeres, como las escritoras Colette, Gertrude Stein, Djuna Barnes, Renée Vivien, las fotógrafas Berenice Abbot y Gisele Freund, las pintoras Marie Laurencin y Romaine Brooks, las editoras y libreras Sylvia Beach y Adrienne Monnier, entre otras que junto a artistas masculinos como Marcel Duchamp, André Breton, Georges Bataille, Francis Picabía, etc conformaron el círculo donde Claude Cahun se nutrió de lo más selecto de la intelectualidad del momento y donde igualmente dejó su impronta.
Fascinada por la interpretación participó en el teatro de vanguardia de París, en la compañía “Le Plateau”, representando indistintamente papeles femeninos y masculinos.
En 1925 publicó "Heroínas" siete relatos cortos e irónicos memoria de las “moralidades legendarias”, Eva, la demasiado crédula, Dalila, la mujer entre las mujeres, Judith, la sádica, Helena, la rebelde, Safo la incomprendida, Salomé, la escéptica… En 1930 con “Confesiones no confesadas”, libro inclasificable de “poemas-ensayos” o “ensayos-poemas”, ilustrados con diez fotomontajes, indaga en la androginia, la máscara y el espejo.
Años más tarde, se adhiere a la Asociación de Escritores y Artistas Revolucionari@s, de tendencia comunista. Participa en la fundación de la revista “Contre-Attaque” con Georges Bataille y André Breton, donde firma manifiestos “Contra el fascismo pero también contra el imperialismo francés”, denuncia el golpe de estado franquista y la pasividad del gobierno del Frente Popular Francés. Sin embargo, junto con sus promotores, termina por abandonar dicho grupo, reafirmándose en la idea de que la lucha contra el fascismo debía continuarse mediante las “tradiciones revolucionarias del movimiento obrero internacional aunque ello no significó una ruptura con los surrealistas ya que se adhirió posteriormente a la Federación Internacional por un Arte Revolucionario Independiente, organización fundada por Trotsky y por el propio Breton.
En 1944 a ser arrestada y condenada a muerte por la Gestapo, condena de la que se libró al ser liberada la isla poco antes de que la sentencia fuera ejecutada.
En 1944 a ser arrestada y condenada a muerte por la Gestapo, condena de la que se libró al ser liberada la isla poco antes de que la sentencia fuera ejecutada.
El ser dada por muerta en el campo de concentración, unido a la desaparición de gran parte de su trabajo fotográfico, conllevó el desconocimiento y el olvido, no siendo hasta los años noventa cuando su obra es redescubierta.
"Mi opinión sobre la homosexualidad y los homosexuales es exactamente la misma que mi opinión sobre la heterosexualidad y los heterosexuales."
Claude Cahun, L'Amitié, 1925.
1954 Muere Claude Cahun, nace Cindy Sherman.
domingo, 27 de junio de 2010
El MITO DE BABEL
Torre de Babel (1563), Peter Brueghel.
"Tenía entocnes la tierra una sola lengua y unas mismas palabras.
Y acontenció que cuando salieron de oriente, hallaron una llanura en la tierra de Sinar y se establecieron allí. Y se dijieron unos a otros: Vamos, hagamos ladrillo y cozámoslo con fuego. Y les sirvió el ladrillo en lugar de piedra, y el asfalto en lugar de mezcla.
Y dijieron: Vamos edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo, y hagamonos así un nombre, por si fuéremos espacirdos sobre la faz de la Tierra.
Y descendió Jehová para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres.
Y dijo Jehová: He aquí el pueblo es uno, y todos éstos tiene un sólo lenguaje; y han comenzadola obra, y nada les hará desistir ahora de lo que han pensando hacer.
Ahora , pues descendamos, y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero.
Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra, dejaron de edificar la ciudad.
Por esto fue llamada el nombre de ella Babel, porque allí confundió Jehová el lenguaje de toda la tierra, y desde allí los esparció sobre la faz de la tierra."
Génesis 11: 1-9 Biblia versión Reina-Valera, 1960.
jueves, 24 de junio de 2010
Estudios Visuales
Por Marta Cabrera, Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá-Colombia)
Bibliografía.
“Cuestionario sobre la cultura visual”, Estudios Visuales, no. 1, 2003, p. 82.
Dikovitskaya, Margaret 2006 Visual culture. The Study of the Visual after the Cultural Turn, MIT Press.
Foster, Hal (ed.) 1988 Vision and Visuality. Seattle: Bay Press.
Mitchell, W. J. T. “Mostrando el ver: una crítica de la cultura visual” Estudios Visuales I, 2003, pp. 19-40.
Mitchell W.J.T “Interdisciplinarity and Visual Culture”, Art Bulletin 77, 4, 1995, pp. 540-44.
Mirzoeff, Nicholas 1988 “What is visual culture?” en: N. Mirzoeff, ed. The visual culture reader, London: Routledge, pp. 3-13
Rampley, Matthew 2005 “La amenaza fantasma: ¿la cultura visual como fin de la historia del arte?” en: Brea, José Luis ed. Estudios Visuales. La epistemología de la visualidad en la era de la globalización, Madrid: Akal, pp. 39-57.
Richard, Nelly 2007 “Estudios visuales, políticas de la mirada y crítica de las imágenes” en: Fracturas de la memoria, México: FCE, pp.95-106.
Rogoff, Irit 1996 “‘Other's others'': spectatorship and difference', T. Brennan y M. Jay, eds, Vision in Context: Historical and Contemporary Perspectives on Sight, London & New York: Routledge, pp. 187-202.
Estudios visuales es campo interdisciplinar-o incluso indisciplinar, es decir, situado en un espacio caótico entre las fronteras disciplinares (Mitchell, 1995) y compuesto por dos elementos interrelacionados. En primera instancia, la visualidad – la construcción visual de lo social (no solo la construcción social de la visión) (Mitchell 2003, 39) o, en palabras de Hal Foster, “cómo vemos, se nos posibilita o hace ver y cómo vemos este ver o no ver” (1988, ix). Esta noción contiene el análisis de los fenómenos de visión, los dispositivos de la imagen y el comportamiento de la mirada en la vida cotidiana (Richard 2007, 96).
En segunda instancia, los estudios visuales comprenden el campo expandido de las imágenes en sus más variadas formas de tecnologización, mediatización y socialización e incluyendo procedencias diversas: arte, publicidad, diseño, cine, televisión, video, etc. (Richard, 96). En tanto campo, la cultura visual (el objeto de estudio de los estudios visuales, Mitchell 2003) es informada por la noción de que los artefactos y su percepción están atados contextualmente por consideraciones históricas, sociales y políticas. Se reconoce igualmente que los artefactos visuales existen en relación a otros códigos semióticos y apelan a modos sensoriales distintos a la vista, como el lenguaje, el sonido, la música, la gestualidad, etc. (Mirzoeff 1998).
Los estudios visuales se relacionan con el “giro cultural” de la década de los 80, entendido como un cambio de paradigma en las humanidades y las ciencias sociales y construido en torno a una noción de cultura como “un proceso, una serie de prácticas (…) relacionadas con la producción y circulación de significado” (Hall 1997, 2). El giro cultural aportó al estudio de las imágenes una reflexión sobre la forma como éstas son atravesadas por interrelaciones complejas de poder y conocimiento de forma que el análisis de las prácticas de representación se apoyó en nociones tales como estructura, ideología y posición de sujeto (Dikovitskaya, 48) – es de esta manera como desde sus inicios los estudios visuales se entreveran con la teoría crítica y los estudios culturales.
Bajo esta misma perspectiva, el arte comenzó a tratarse como un sistema discursivo específico productor, en el periodo moderno, de la categoría de “obra de arte” como repositorio de ciertos valores (trabajo creativo, no instrumental) que habían sido suprimidos en la cultura dominante de la producción masiva (Dikovitskaya, 49). Esta apertura introdujo, de una parte, cambios en la historia del arte (la llamada “nueva historia del arte”, animada por la semiótica, el sicoanálisis y la teoría crítica) y contribuyó, de otra parte, a dirigir las preguntas fuera del ámbito del arte y hacia un nuevo espacio, plagado de artefactos visuales heterogéneos, que empezó a denominarse “estudios visuales” o “estudios de la cultura visual”.
En efecto, para WTJ Mitchell, la emergencia de este nuevo campo implicaba un “giro pictórico” que permea una variedad de disciplinas al punto de requerir de “conversaciones entre historiadores del arte, académicos del cine, tecnólogos de la óptica y teóricos, fenomenólogos, sicoanalistas y antropólogos” (1995, 540-41) para poder dar cuenta de la visualidad vernácula o cotidiana. Los estudios visuales tenían además la virtud de poderse distanciar del textualismo asociado al estructuralismo y posestructuralismo de las décadas de los 70 y 80 para acercarse a las prácticas, las instituciones, así como al universo sensorial.
Para Nicholas Mirzoeff, la cultura visual tiene su origen en el ocularcentrismo posmoderno, donde se interactúa de manera creciente con experiencias construidas visualmente al tiempo que el vínculo moderno entre ver y saber se ha deteriorado notoriamente. La cultura visual implicaría entonces un acercamiento al consumidor de imágenes (más que al productor) y en esta misma línea, se concentraría en aquellos eventos en los cuales éste busca “información, significado o placer… en interfase con la tecnología visual” (1998, 3), lo cual incluye artefactos diseñados para ver o ser vistos – artefactos artísticos, cine, Internet, etc.
Sintomático del desconcierto que producía la proliferación de programas académicos (particularmente en el mundo anglosajón) llamados “estudios visuales”, es el “Cuestionario sobre cultura visual” publicado por la revista October en 1996. En éste, los críticos Rosalind Krauss y Hal Foster formulaban cuatro preguntas, en forma de afirmaciones generales, acerca del carácter interdisciplinario del campo y su apertura hacia la “imagen” a un número de historiadores del arte, teóricos de cine, críticos literarios y culturales. El cuestionario sugería que la cultura visual se había organizado según un modelo antropológico resultando en una oposición entre ésta y la historia del arte y advertían además que los estudios visuales producían “sujetos para la nueva fase del capitalismo globalizado” (2003, 83). La preocupación parte de la aparente desaparición de la “reserva crítica” de la historia del arte, la cual le permitiría tomar distancia “frente a la economía política del signo-mercancía que prolifera a través de la cultura de las imágenes” (Richard 96). Esta noción de los estudios visuales como peligro, pérdida o contaminación fue contestada, por su parte, en un número de trabajos académicos.
Matthew Rampley (2005) afirma que los estudios visuales no significan necesariamente la muerte de la historia del arte al tratarse no de una nueva disciplina, sino más bien de una serie de intervenciones estratégicas situadas dentro de las disciplinas existentes. WTJ Mitchell admite que los estudios visuales surgen como un “suplemento peligroso” (2003) que complementa y desplaza simultáneamente a una disciplina establecida como la historia del arte. Irit Rogoff comparte esta visión al afirmar que los estudios visuales cuestiona los métodos convencionales de la historia del arte y les ofrece en cambio “una comprensión de un conocimiento en-corporado, de significados en disputa, visibilizar posiciones de sujeto en una cultura, así como el rol de la visión en la formación de estructuras de deseo” (1996, 189-90).
Contra el temor a la contaminación o la pérdida de especialización derivadas de la emergencia de campos interdisciplinares como los estudios visuales, surgen interrogantes alternos acerca de cómo repolitizar la mirada, cómo romper la supuesta unidimensionalidad de la imagen en el ámbito posmoderno (Richard 2007, 103). Si bien la agenda crítica de Nelly Richard se refiere exclusivamente al arte, el rango de los estudios visuales es ampliable a espacios que den cuenta de un amplio rango de fenómenos visuales: actos de ver, producción, circulación y consumo de imágenes, dinámicas sociales y políticas de visibilización e invisibilización. La clave aquí sería revelar las dinámicas presentes en esos fenómenos, reconocer el lugar del observador y sus agendas críticas con el fin de abrir las posibilidades de intervención desde y sobre la imagen - desde y sobre el observador.
Bibliografía.
“Cuestionario sobre la cultura visual”, Estudios Visuales, no. 1, 2003, p. 82.
Dikovitskaya, Margaret 2006 Visual culture. The Study of the Visual after the Cultural Turn, MIT Press.
Foster, Hal (ed.) 1988 Vision and Visuality. Seattle: Bay Press.
Hall, Stuart, 1997 “Introduction” en Hall, S. ed. Representation: Cultural Representations and Signifying Practices, London: Sage, pp. 1-11.
Mitchell, W. J. T. “Mostrando el ver: una crítica de la cultura visual” Estudios Visuales I, 2003, pp. 19-40.
Mitchell W.J.T “Interdisciplinarity and Visual Culture”, Art Bulletin 77, 4, 1995, pp. 540-44.
Mirzoeff, Nicholas 1988 “What is visual culture?” en: N. Mirzoeff, ed. The visual culture reader, London: Routledge, pp. 3-13
Rampley, Matthew 2005 “La amenaza fantasma: ¿la cultura visual como fin de la historia del arte?” en: Brea, José Luis ed. Estudios Visuales. La epistemología de la visualidad en la era de la globalización, Madrid: Akal, pp. 39-57.
Richard, Nelly 2007 “Estudios visuales, políticas de la mirada y crítica de las imágenes” en: Fracturas de la memoria, México: FCE, pp.95-106.
Rogoff, Irit 1996 “‘Other's others'': spectatorship and difference', T. Brennan y M. Jay, eds, Vision in Context: Historical and Contemporary Perspectives on Sight, London & New York: Routledge, pp. 187-202.
martes, 22 de junio de 2010
Gérard Genett (París, 1930) es un teórico crítico francés de literatura y poética, uno de los creadores de la narratología.
En su abecedario irónico, "Bardadrac" (palabra inventada por una amiga suya para designar el revoltijo de su bolso) incorpora de todo: reflexiones sobre la sociedad y sus estereotipos; recuerdos de infancia y juventud (compromiso político); evocación de grandes figuras intelectuales, como Roland Barthes o Jorge Luis Borges; ciudades, ríos, mujeres, música de todo tipo; consideraciones sobre literatura y lenguaje, etc.
Obras (algunas)
- Figures I, 1966; son estudios, entre 1959 y 1965, que parten de escritores barrocos, y luego de Flaubert, Valéry, Proust, Borges, Robbe-Grillet.
- Figures II, 1969; estudios sobre La Fayette, Balzac, Stendhal o Proust
- Figures III, 1972; muy centrado en Proust. >> Trad.: Figuras III, Lumen, 1989.
- Bardadrac, 2006, escritos personales, fragmentarios.
domingo, 20 de junio de 2010
Pierre Francastel (1900 -1970)
Francastel nos recuerda que lo importante es no perder de vista que los signos figurativos no surgen en función de una descripción de lo real, sino como testigos de sistemas mentales. Sociología del Arte. (64).
Pierre Francastel fue un historiador y crítico de arte francés. Está considerado como uno de los fundadores de la sociología del arte y una gran figura de la Historia del arte del siglo XX.
domingo, 13 de junio de 2010
Dos cosas no nos han de faltar: las delicias de la carne y las delicias de la literatura
Sei Shonagon
Sei Shōnagon, fue una escritora japonesa que vivió en el siglo X, durante la Era Heian. La opinión más extendida declara que su verdadero nombre fue Kiyohara Akiko, se la conoció como Sei Shônagon durante su servicio en la corte imperial por el año 990. Sei es la lectura china del primer ideograma de su apellido, Kiyohara; Shônagon es el nombre genérico que designa a cualquier ayudante de menor rango de la emperatriz.
Fue hija del poeta Kiyohara no Motosuke. Gracias a la destacada situación de su padre, logró convertirse en dama de compañía de la emperatriz consorte Fujiwara no Sadako, esposa predilecta del emperador Ichijō. La historia cuenta que se casó o convivió con Tachibana no Norimitsu, con el que tuvo un hijo. Mantuvo una relación con Fujiwara no Muneyo y tuvo una hija con él, Koma no Myobu. Se le atribuyeron además numerosos amantes.
Su obra más importante, Makura no Sōshi ("El libro de la almohada"), se trata de un auténtico tratado de la naturaleza humana y las costumbres de la corte, con largas listas, extensos catálogos de las más variadas experiencias. Cosas inapropiadas, cosas molestas, cosas sorprendentes y perturbadoras, cosas que pierden al ser pintadas, cosas que ganan al ser pintadas, cosas que no pueden compararse, cosas espléndidas. Así, en un recorrido inagotable —y sólo caótico en apariencia—, Shônagon nos cuenta que acaba de mandar un poema —el envío de cartas es constante entre los amantes—, y luego de que el mensajero ha partido, encuentra un par de palabras que corregir. Es una noche de primavera y la luna luce hermosa. A vuelta de página, un precepto: no manchar con tinta el cuaderno en el que copiamos relatos y poemas. Si es una libreta fina, debemos procurar no hacer borrones, "pero por alguna razón nunca lo logramos", se lamenta la autora. Aún no se desvanece el rocío en las enredaderas de campanillas, y se nos permite asomarnos al lecho de una mujer, que yace en la cama luego de que su amante se retira. Se nos cuenta que está cubierta con una ligera prenda de color malva forrada de violeta oscuro, que las tonalidades del exterior y del interior de su ropa son frescas y brillan. Vemos que su cabello en pesadas trenzas se organiza en cascadas, y podemos imaginar lo largo que ha de ser cuando cae libremente sobre su espalda. Y nuevas listas: cosas elegantes, cosas que dan una impresión patética, cosas que no pueden compararse, cosas que han perdido su poder.
Cosas encantadoras
Un pequeño gorrión que viene saltando al imitar alguien el chillido de un ratón.
Un niño de dos años que viene gateando apurado, en el camino encuentra una pequeña basura, la recoge y la muestra a los mayores. Una adorable escena.
Una niña a la que están cortando los cabellos como a una monja, de manera que los ojos quedan cubiertos, despeja su cara sin usar las manos, inclinando su cabeza a un costado pues quiere ver algo. Realmente encantador.
Arrancar las hojas pequeñas de un loto que flota en el estanque.
Las hojas de la malva pequeña son también deliciosas. Culquier cosa, si es diminuta, resulta grata.
Cosas Particulares (casos en que la gente dice lo mismo peor suena diferente)
El lenguaje de un bonzo.
El discurso de los hombres y el de las mujeres.
La lengua de la gente vulgar, cuyas palabras nunca dejan de tener una sílaba de más.
Cosas odiosas
Un carruaje pasa rechinando. Me irrita pensar en sus ocupantes que no se percatan de eso. Si yo viajara en un carruaje ruidoso, detestaría no sólo el carruaje sino también a su dueño.
Una persona que se desea salud a sí misma después de estornudar. En verdad abomino de todo aquel que estornuda, excepto si es el dueño de casa.
El ladrido de los perros cuando es prolongado y a coro es de mal agüero y odioso.
Alguien nos va a contar alguna novedad interesante, y un bebé empieza a llorar.
Una bandada de cuervos vuela en círculos con estridentes graznidos.
Un admirador llega en visita clandestina, el perro lo avista y ladra. Una desearía matar al animal.
ESO Y OTRAS MILES DE COSAS
LA HISTORIA DE UN FUMADOR DE HACHÍS
Esta historia no es mía. Prefiero no opinar acerca de si el pintor Edouard Scherlinger, a quien vi por primera y última vez la tarde en que la contaba, era o no un mero narrador, porque en esta época de plagiarios siempre tropezamos con oyentes proclives a imputarle a uno lo que se acaba de dejar bien claro que sólo es una fiel repetición. El caso es que la escuché en uno de los pocos lugares clásicos de que todavía dispone Berlín para relatar y escuchar historias: fue una tarde en Lutter & Wegener. Se sentía uno cómodo sentado a la mesa redonda y participando de una pequeña reunión de amigos. La conversación, sin embargo, hacía ya tiempo que se había diluido y discurría pobre y mortecinamente en grupos de dos o tres, sin que los unos prestasen atención a los otros. En relación con alguna cuestión que nunca llegué a saber con exactitud, mi amigo el filósofo Ernst Bloch dejó caer la frase de que no existe nadie que no haya estado alguna vez en su vida muy cerca de ser millonario. Su afirmación provocó risas en un principio y se tuvo por una de sus frecuentes paradojas. Pero sucedió algo extraño. Cuanto más tiempo dedicábamos a debatir su rotunda afirmación, en mayor medida despertaba nuestro interés, hasta que finalmente uno tras otro acabamos reflexio-nando en voz alta acerca del momento de nuestras vidas en que habíamos estado más al alcance de esos millones. Entre las varias y curiosas historias que escuchamos, destacaba la del ya desaparecido Scherlinger, que trataré ahora de relatar con sus propias palabras.
Con la muerte de mi padre me llegó a las manos una herencia nada despreciable – comenzó a contar– adelanté mi viaje a Francia. A mis veintipocos años me hacía especialmente feliz la posibilidad de conocer Marsella, la patria de Monticelli, a quien debía mucho como artista, por no mencionar tantas otras cosas de la ciudad que también me atraían. Deposité mi fortuna en un pequeño banco que durante largos años había asesorado satisfactoriamente a mi padre. Su joven director, con quien yo mantenía no diré una gran amistad, pero sí excelentes relaciones, me prometió que durante mi prolongada ausencia prestaría particular atención a mis depósitos, así como que si se presentara la ocasión de una buena inversión, me lo notificaría de inmediato. «Sólo tendrás que dejarnos alguna contraseña», concluyó. Le miré sin comprender del todo. «Podemos ejecutar órdenes telegráficas, pero hemos de evitar cualquier posible malentendido», aclaró. «Supón que te enviamos un telegrama y cae en otras manos. Este riesgo lo evitamos conviniendo un nombre secreto que tú utilizas telegráficamente en sustitución del tuyo verdadero». Comprendí, pero quedé perplejo unos instantes, puesto que elegir de buenas a primeras un nombre nuevo no es tan fácil como cambiar de traje. Hay miles y miles a disposición. La idea de que cualquiera es bueno paraliza la elección, y la dificulta aún más la sensación íntima y casi mecánica de lo veleidosa y a la vez trascendental que puede llegar a ser. Como el jugador de ajedrez que teme precipitarse y preferiría dejar las cosas como están, pero llegado su turno opta por adelantar un peón, dije Braunschweiger1. La verdad es que no conocía a nadie con ese nombre, ni siquiera la ciudad de que deriva. Hacia el mediodía de un agobiante día de julio llegué a la estación de San Luis en Marsella tras pasar cuatro semanas de descanso en París. Unos amigos me habían recomendado el Hotel Regina, cercano al puerto. Tenía tiempo suficiente para ir a alojarme e incluso para comprobar si funcionaban la lámpara de la mesilla de noche y los grifos, y así me puse en camino ajustándome, dado que era mi primera visita a la ciudad, a mis antiguas normas de viaje, pues, contrariamente al común de los viajeros que apenas llegan se apresuran a trasladarse al centro de la ciudad, yo efectuaba siempre un reconocimiento previo de los alrededores, de los suburbios. No tardé en comprobar la virtualidad de este principio.
1 Braunschweiger, en alemán, natural de Braunschweiger, ciudad centro alemana cercana a Hannover.
Nunca una primera hora me había colmado tanto como esta que pasé entre el muelle y los malecones exteriores, entre los tinglados portuarios y los barrios más pobres, auténticos refugios de la miseria. Cinturón que oprime la ciudad, constituyen su lado patológico, el terreno donde se libran ininterrumpidamente batallas decisivas entre la ciudad y el campo, batallas que en ningún otro lugar son tan enconadas como entre Marsella y la campiña provenzal. Es la lucha cuerpo a cuerpo de los postes telegráficos contra las pitas, del alambre de púas contra las espinosas palmeras, de pestilentes columnas de vapor contra umbrosos y sofocantes platanales, de escalinatas fantasiosas contra imponentes colinas. La larga rue de Lyon es como el
reguero de pólvora que Marsella extendió por la campiña, para hacerlo estallar en Saint-Lazaire, Saint-Antoine, Arenc y Septèmes y empedrarlo con cascotes de granada de todas lasmarcas e idiomas: Alimentation Moderne, Rue de Jamaïque, Comptoir de la Limite, Savon Abat Jour, Minoterie de la Campagrie, Bar du Gaz, Bar Facultatif. Y cubriéndolo todo, esa nube de polvo que aquí se compone de salitre, cal y mica. Más adelante, a lo largo de los muelles exteriores en los que solamente atracan grandes transatlánticos, bajo los ardientes rayos de un sol que se pone lentamente entre los restos de murallas que por la izquierda circundan la ciudad vieja, y las desnudas colinas o canteras de piedra por la derecha, se llega al Pont Transbordeur que cierra el puerto antiguo, ese cuadrado desde el que los fenicios, como en una inmensa plaza fuerte, mantenían el mar a raya.
Proseguí mi camino en solitario hasta llegar a los arrabales más populosos, donde me vi arrastrado por el flujo constante de marineros libres de servicio, obreros portuarios que volvían del trabajo y amas de casa desocupadas que, con enjambres de chiquillos, pasaban por delante de cafés y bazares y acababan perdiéndose por las calles laterales, porque sólo algunos oficiales de marina y flâneurs2, como era mi caso, continuaban hasta la arteria principal, la calle del comercio, la bolsa y los turistas, La Cannabiére. En todos esos bazares, desde un extremo a otro del puerto, se amontonaban los souvenirs. Energías sísmicas han conglomerado semejante amasijo de pasta de vidrio, cal de conchas y esmaltes, en que se apelotonan tinteros, vapores en miniatura, anclas, termómetros de mercurio y sirenas. La presión de miles de atmósferas bajo las cuales este mundo plástico cruje y se apretuja, me pareció la misma fuerza con que las manos rudas de las gentes de mar se aferran ansiosas a los senos y muslos femeninos después de una larga travesía.
Proseguí mi camino en solitario hasta llegar a los arrabales más populosos, donde me vi arrastrado por el flujo constante de marineros libres de servicio, obreros portuarios que volvían del trabajo y amas de casa desocupadas que, con enjambres de chiquillos, pasaban por delante de cafés y bazares y acababan perdiéndose por las calles laterales, porque sólo algunos oficiales de marina y flâneurs2, como era mi caso, continuaban hasta la arteria principal, la calle del comercio, la bolsa y los turistas, La Cannabiére. En todos esos bazares, desde un extremo a otro del puerto, se amontonaban los souvenirs. Energías sísmicas han conglomerado semejante amasijo de pasta de vidrio, cal de conchas y esmaltes, en que se apelotonan tinteros, vapores en miniatura, anclas, termómetros de mercurio y sirenas. La presión de miles de atmósferas bajo las cuales este mundo plástico cruje y se apretuja, me pareció la misma fuerza con que las manos rudas de las gentes de mar se aferran ansiosas a los senos y muslos femeninos después de una larga travesía.
Ocupado en estos y otros pensamientos, hacía tiempo que había dejado atrás La Cannabière sin ver gran cosa y, tras pasar de largo las ventanas enrejadas del Cours Puget, estaba ya bajo los árboles de la avenida' de Meilhan, cuando la casualidad –que guía siempre mis primeros pasos en una ciudad– me llevó al passage de Lorette, el estrecho antepatio del depósito de cadáveres de la ciudad, donde en la soñolienta presencia de algunos hombres y mujeres el mundo entero parece quedar reducido a una tranquila tarde de domingo. En aquel momento se apoderó de mí algo de esa tristeza que, todavía hoy, aprecio tanto en la luz de los cuadros de Monticelli. Creo que en momentos así, el viajero capaz de experimentarla participa de ese algo que normalmente está reservado para quienes viven en la ciudad. Al igual que la niñez es el zahorí de la melancolía, para percibir la tristeza que emana de ciudades tan bulliciosas y fulgurantes tiene uno que haber sido niño en ellas.
Añadiría una bonita y romántica pincelada –dijo Scherlinger sonriendo– si describiera ahora cómo di con el hachís en alguna taberna portuaria de mala nota, arrastrado por algún árabe fogonero de un barco de carga, o tal vez, estibador en el muelle, pero no puedo permitirme tal adorno, puesto que yo me asemejaba más a ese árabe que al pretendido forastero cuyo deambular concluyese en la taberna. Cuando menos si se considera que en mis viajes siempre llevo el hachís conmigo.
No creo que, una vez en mi habitación, fuese el deseo latente de contrarrestar mi tristeza lo que, sobre, las siete de la tarde, me decidió a fumar hachís. Fue más bien el afán de abandonarme a la mágica manó con que la ciudad, casi imperceptiblemente, me había atenazado por la nuca. Me entregué al veneno, pero repito, no a la manera de un principiante. Ya fuesen las casi diarias depresiones por añoranza de mi país, ya las malas compañías o quizá los lugares no del todo recomendables, el caso es que nunca hasta. entonces me había sentido aceptado en la cofradía de iniciados, con cuyos testimonios, desde Los paraísos artificiales de Baudelaire hasta El lobo estepario de Hesse, me encontraba más que familiarizado. Me tendí en la cama, fumé y leí. Frente a mí, al otro lado de la ventana, se recortaba la silueta de una dé esas calles oscuras y angostas del barrio de pescadores, que parecen tajos hechos a cuchillo en la piel de la ciudad. Disfruté entonces de la certidumbre absoluta de que en aquella ciudad de cientos de miles de personas, en la que nadie me conocía, podía entregarme a mis ensoñaciones sin ser molestado. Pero los efectos tardaban en presentarse; habían pasado ya tres cuartos de hora largos y empecé a desconfiar de la calidad de la droga ¿o era, quizá, que la había guardado demasiado tiempo? De pronto, alguien llamó enérgicamente a la puerta. Nada podía resultar más inexplicable. Sentí un miedo mortal, perono hice el menor intento de abrir, limitándome a preguntar qué ocurría sin cambiar de postura. «Aquí hay un señor que desea hablarle», gritó el camarero. «¡Que suba!», respondí sin pensarlo. Me faltó serenidad o no tuve el valor de preguntar su nombre. Continué recostado sobre la cabecera de la cama mientras mi corazón latía con fuerza, y con la vista fija en la puerta entreabierta hasta que se recortó un uniforme en ella. El señor era un repartidor de telegramas. «Recomendamos comprar 1.000 Royal Dutch primera emisión. Telegrafíe conformidad». Miré el reloj. Eran las ocho. Un telegrama urgente tardaría como mínimo un día en llegar a mi banco de Berlín. Despedí al empleado con una propina. Sentí alternativamente inquietud y fastidio. Inquietud porque se me venía encima, precisamente en aquellos momentos, un negocio, una carga. Fastidio por la tardanza en presentarse los efectos de la droga. Me pareció lo más prudente ir en seguida a correos, donde tenía entendido que el despacho de telegramas no cerraba hasta medianoche. Que debía dar mi conformidad era algo que quedaba fuera de duda, teniendo en cuenta la seguridad con que mi hombre de confianza me aconsejaba. Por otra parte, me preocupó también la idea de que si esperaba a que el hachís hiciese su efecto, quizás olvidaría la contraseña. Lo mejor era, así pues, no perder tiempo. Mientras bajaba la escalera, recordé la última vez que fumé hachís varios meses atrás, y cómo fui incapaz de saciar el hambre canina que se apoderó de mí más tarde, cuando ya estaba de vuelta en mi habitación. Por si acaso, consideré oportuno comprar una pastilla de chocolate. A lo lejos divisé un escaparate repleto de cajas de bombones, brillantes papeles de estaño y hermosas pirámides de pasteles. Entré en la tienda y quedé de pronto algo confundido, pues no vi a nadie que pudiera atenderme. Más aún me sorprendió el extrañísimo sillón ante cuya visión hube de admitir que, para bien o para mal, en Marsella se bebe el chocolate sentado en altos sitiales que recuerdan a los sillones articulados propios de las intervenciones quirúrgicas. Sólo entonces vi al dueño del establecimiento que venía corriendo desde el otro lado de la calle enfundado en una bata blanca, lo que me dio tiempo para reaccionar y rechazar entre sonoras carcajadas su ofrecimiento de afeitarme o cortarme el pelo. Todo esto me persuadió de que el hachís hacía ya tiempo que había empezado a actuar
sobre mí, circunstancia de la que si no me hubiese bastado con la transformación de las
polveras en cajas de bombones, de los estuches de níquel en pastillas de chocolate y de los
peluquines en pilas de pasteles, mis propias risotadas hubieran bastado para alertarme, puesto
que es sabido que el éxtasis se inicia por igual con carcajadas que con risas, quizá más quedas
e interiores, pero sin duda más embriagadoras. También lo reconocí en la infinita dulzura del
viento que en el lado contrario de la calle movía los flecos de las marquesinas. Acto seguido
se hizo sentir la imperiosa necesidad de espacio y tiempo que experimenta el adicto al hachís.
Como se sabe, es extraordinaria: al que acaba de fumar hachís, Versalles se le antoja pequeño
y la eternidad le sabe a poco. A estas dimensiones colosales que adquieren las vivencias
interiores, al tiempo absoluto y al espacio inconmensurable, no tarda en seguirles una sonrisa
beatífica, preludio de un humor maravilloso, mayor aún, si cabe, debido a la ilimitada
cuestionabilidad de todo lo existente. Sentía además tal ligereza y seguridad en el andar que
el suelo irregularmente empedrado de la plaza que cruzaba se me antojó el suave pavimento
de una carretera que yo, vigoroso caminante, transitaba en la oscuridad de la noche. Al final
de esta plaza inmensa se levantaba un feo edificio de arcadas simétricas y con un reloj
iluminado en su frontispicio: Correos. Que era feo lo digo ahora, entonces no lo hubiese visto
así, y no sólo porque cuando hemos fumado hachís nada sabemos de fealdades, sino
sencillamente porque ese edificio oscuro, expectante –ansioso de mí–, con todos sus
dispositivos y buzones prestos a recibir y transmitir la inapreciable conformidad que haría de
mí un hombre rico, despertó en mi interior una profunda sensación de agradecimiento. No
podía apartar de él la mirada porque comprendía que hubiese resultado fatal para mí haber
pasado demasiado cerca de la fachada sin reparar en su presencia y, sobre todo, en la
iluminada esfera de su reloj. Allí, muy cerca de donde me encontraba, vi amontonadas en la
oscuridad las sillas y mesas de un bar, reducido pero de aspecto sospechoso, que, aun cuando
bastante alejado del barrio apache, no lo frecuentaban burgueses sino, como máximo –aparte
del genuino proletariado portuario–, dos o tres familias de chamarileros de la vecindad. Allí
tomé asiento. Era lo mejor y aparentemente menos peligroso que en aquella dirección tenía a
mi alcance, extremo que yo, en mi delirio, había calculado con la misma seguridad con que
una persona exhausta y sedienta sabe llenar hasta el borde un vaso de agua sin derramar una
sola gota, cosa bien difícil para otra en plena posesión de sus facultades. Apenas percibió que
me tranquilizaba, comenzó el hachís a poner en juego sus encantos con tan tenaz energía
como yo nunca había experimentado ni volvería a experimentar. Me convirtió en un
consumado fisonomista; yo, que normalmente soy incapaz de reconocer a amigos de toda la
vida o de retener en la memoria un simple rostro, me obstiné en mirar fijamente las caras de
quienes me rodeaban, lo que en circunstancias normales hubiese evitado por una doble razón:
por no atraer sobre mí sus miradas y por no soportar la brutalidad de sus rasgos. Ahora
comprendo por qué a un pintor
–¿acaso no le ocurrió a Leonardo y a tantos otros?– esa fealdad que asoma en las arrugas, que
proyectan las miradas y exhiben algunos rostros, puede parecerle el auténtico reservoir de la
belleza, más hermosa que el arca del tesoro, que la mágica montaña abierta que muestra en su
interior todo el oro del mundo. Recuerdo especialmente un rostro de hombre infinitamente
animal y soez en el que, de pronto, tembloroso, creí vislumbrar «las arrugas de la noble
resignación». Los rostros masculinos eran los que más me fascinaban. Comenzó el juego,
tenazmente aplazado, de que en cada nuevo semblante asomara un conocido del que a veces
recordaba el nombre, a veces se me escapaba. Instantes más tarde la alucinación se esfumó,
como se desvanecen los sueños, sin producir turbación o embarazo, sino amigable y
pacíficamente, como una criatura insegura que hubiese cumplido con su cometido. Mi
vecino, un burgués por su aspecto y maneras, variaba incesantemente la forma y expresión de
su rostro. Su corte de pelo, la negra montura de sus gafas, le conferían un aire ya severo, ya
amistoso. Yo me repetía, naturalmente, que no se podía cambiar con tal rapidez, pero daba
igual. Cuando el hombre en cuestión había pasado ya por muchas vidas, de buenas a primeras
resultó estudiante en una pequeña ciudad del Este europeo. Su habitación era bonita y
elegante. Me pregunté: «¿Dónde habrá adquirido este joven esa cultura? ¿Quién será su
padre? ¿Comerciante textil o mayorista de cereales?». De pronto supe que la ciudad era
Myslowitz. Alcé la vista y allí, al otro extremo de la plaza, o tal vez más lejos, al final de la
ciudad, aparecía el instituto de Myslowitz, la aguja de cuyo reloj se había detenido y marcaba
algo más de las once. La clase ya debía de haber empezado. Quedé absorto ante la escena sin ninguna razón concreta. Las personas que momentos antes –¿o habían transcurrido un par de horas?– me fascinaban, habían desaparecido de mi vista. «Cada siglo que pasa, las cosas se vuelven más extrañas», pensé. Titubeé bastante antes de probar el vino. Había pedido media botella de Cassis, un vino seco. En el vaso flotaba un trozo de hielo. Ignoro cuánto tiempo permanecí absorto en las imágenes que lo llenaban, pero cuando volví a mirar hacia la plaza vi que tendía a transformarse como todo el que entraba en ella; como si se tratara de una figura que, mirada detenidamente, nada tenía que ver con la plaza en sí, sino más bien con el modo en que los grandes retratistas del siglo XVII, que sitúan al modelo según su carácter delante de una
galería de columnas o ante una ventana, hacen que la ventana destaque de la galería.
Súbitamente desperté, muy excitado, de un profundo ensimismamiento. Había mucha luz en
mi interior y sólo tuve clara una cosa: el telegrama. Tenía que enviarlo inmediatamente. Para
permanecer despierto, pedí un café solo. Me pareció que el camarero tardaba una eternidad en
aparecer con la taza. La agarré ansiosamente; su aroma ascendía ya por mí nariz, cuando –
para mi sorpresa, o a causa de mi sorpresa, ¿quién podía saberlo?– detuve en seco mi mano a
unos centímetros de los labios. En seguida, tan pronto percibí el embriagador aroma del café,
adiviné el instintivo apresuramiento de mi brazo y recordé que esta bebida supone para todo
fumador de hachís el cenit de su placer, ya que intensifica como ninguna otra cosa el efecto
de la droga. Por ello deseaba detenerme y me detuve. La taza no llegó a tocar los labios, pero
tampoco volvió al plato. Quedó suspendida en el aire, sostenida por mi brazo que comenzaba
a insensibilizarse, asiéndola rígido y muerto como si de una imagen, una piedra sagrada o una
reliquia se tratase. Mi mirada se posó en las arrugas de mis pantalones playeros blancos y las
creí arrugas del albornoz. Después se centró en mi mano, y la vi morena, etiópica, y mientras
mis labios seguían fuertemente apretados rechazando la bebida o la palabra, una sonrisa
ascendía hasta ellos desde muy adentro; una sonrisa altanera, africana, sardanapálica3, la
sonrisa del hombre capaz de penetrar el futuro del mundo y el destino, para quien las cosas y
los nombres ya no encierran secreto alguno. Me vi sentado allí, pardusco y taciturno4
¡Braunschweiger! ¡El sésamo de este nombre, que debía albergar en su interior las riquezas
más cuantiosas, se había abierto! Con una sonrisa infinitamente piadosa pensé por primera
vez en los vecinos de Braunschweig, que viven tristemente en su ciudad centro alemana
ajenos por completo a las fuerzas mágicas latentes en su nombre. Al llegar a este punto, cayeron
sobre mí como un coro festivo y prometedor los toques de medianoche de las
campanas de todas las iglesias de Marsella.
Se hizo la oscuridad. Cerraron el bar y vagué sin rumbo por los muelles deletreando uno tras
otro los nombres de las barcas amarradas allí, al tiempo que me embargaba una inexplicable
alegría. Sonreí uno tras otro a todos los nombres de mujeres de Francia, Marguerite, Louise,
Renée, Yvonne, Lucille. El amor a las embarcaciones que esos nombres revelaban me resultaba
maravilloso, sublime y conmovedor. junto a la última había un banco de piedra;
«Banco», me dije, desaprobando que el nombre no apareciese rotulado con letras doradas
sobre fondo negro. Ésta fue la última idea clara que cruzó por mi mente aquella noche. Las
siguientes me las suministraron los periódicos de la tarde cuando el fuerte sol de mediodía me
despertó tendido en un banco junto al mar: «Sensacional alza en Royal Dutch».
Jamás me he sentido –concluyó el narrador– tan ligero, despejado y alegre después de una alucinación.
Walter Benjamin
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La historia de un fumador de Hachís
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